La presencia de politólogos en la Administración Pública


Resumen

Este artículo hace un repaso a la presencia de los politólogos en las administraciones públicas españolas. El texto se articula en tres apartados: en primer lugar, un análisis descriptivo sobre la representación de los politólogos en la función pública de España en el pasado reciente y en el presente. Por otra parte, se expone un análisis sobre el valor que aportan los politólogos en la gestión pública moderna en donde destaca el perfil multidisciplinar y polivalente que aportan los estudios en Ciencias Políticas y de la Administración. Por último, el estudio se adentra en el análisis de prospectiva y examina los cambios que potencialmente van a acontecer en las administraciones públicas y como éstos van a incidir en las nuevas competencias que deberán adquirir los empleados públicos del futuro. Los politólogos pueden absorber estas transformaciones y mutaciones de los perfiles profesionales de manera bastante fluida siempre y cuando los planes de estudio de los grados y maestrías especializadas en ciencias políticas gestión pública vayan incorporando materias que atiendan a las nuevas competencias requeridas. La conclusión es que tanto en el pasado cercano, como en el presente y en el futuro la presencia de politólogos en nuestras Administraciones públicas no es muy significativa a nivel cuantitativo por el bajo peso de los graduados en Ciencias Políticas y de la Administración en relación con otros grados universitarios pero su presencia cualitativa es muy relevante atendiendo a las posiciones estratégicas que ocupan los politólogos.

Palabras clave: Administración pública, gestión pública, Ciencia Política y de la Administración, politólogos, perfiles profesionales, competencias.

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Entrevista a Carles Ramió por El Punt Avui en Cataluña


Innovación pública en Iberoamérica: presente y tendencias de futuro



PRÓLOGO

En las administraciones públicas, con frecuencia coincidentes con los programas de las presidencias norteamericanas, aparecen propuestas de cambio: gobernar con estilo empresarial, gobierno abierto. Ahora nos enfrentamos con una nueva ola de cambio, bienvenida sea, relacionando la singular velocidad de las transformaciones tecnológicas con la acusada caída en la confianza ciudadana en los gobiernos y las administraciones públicas. La innovación está de moda, pero no debe ser una moda.

La pandemia está relacionada con este fenómeno, incluso parece estar en el origen de numerosas revueltas sociales, pero también la asombrosa distancia entre las innovaciones y saltos tecnológicos, a los que asiste el ciudadano que es testigo en directo de estas transformaciones, y el atraso evidente en la prestación de servicios públicos por parte de las administraciones.

Los países intentan combatir esta distancia mediante programas de inversiones en tecnología o en ambiciosos programas de digitalización de los trámites internos de las administraciones, pero los resultados son aún demasiado magros. Los programas existen y la voluntad de muchos gobiernos también, pero para obtener los resultados deseados aún falta tiempo.

Es preciso que en el marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y con el fin de salvar esta distancia temporal se dispongan las acciones pertinentes para disminuirla y recuperar parte de la confianza perdida.

En este libro, los lectores pueden encontrar las definiciones más relevantes de la innovación, la situación y dificultades existentes en los países miembros del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD), la forma de enfrentarse a ellas y los elementos de prospectiva suficientes de cara a los retos que se acumulan para las administraciones públicas en esta época pandémica y disruptiva. El trabajo de su autor combina, pues, los conocimientos científicos especializados en este tema con el trabajo de campo que hemos realizado en el CLAD con los países miembros que han contestado a las preguntas realizadas y enmendado una y otra vez la redacción definitiva del principal logro que hemos obtenido en este campo: la Carta Iberoamericana de Innovación en la Gestión Pública.

La pandemia ha generado ingentes dificultades para las administraciones públicas, pero ha sido también la base de importantes cambios positivos en su actuar. No solo el teletrabajo o las más cuantiosas inversiones en tecnología, sino actuaciones y reflexiones que alcanzan por una parte a los responsables y empleados de las administraciones y gobiernos y por otra, a los propios ciudadanos.

Los servidores públicos y los responsables políticos han comenzado ya a andar un camino, sin retorno, de prestación de servicios de otra forma, en la que la presencialidad ya no es el elemento sine qua non.

Los ciudadanos han descubierto por su parte, que es posible obtener el servicio demandado sin esperar horas y que, en determinados trámites, se ha podido avanzar. La pregunta y la constatación es que no es en todos los países y en todos los trámites: unos van más avanzados que otros. Inciden en este campo dos factores determinantes: la voluntad política y la demanda ciudadana.

Para lograr que los ciudadanos aprovechen con mayor profundidad estas circunstancias conviene que las inversiones continúen, incluso que se incrementen, teniendo en cuenta que la innovación como se explica en este libro, no se paraliza, sino que su velocidad aumenta.

Por eso hablamos de disrupción: de la adopción de caminos nuevos, incluso de aquellos que en ocasiones han estado vedados por las administraciones en virtud de la tradición y también de la experiencia. La Real Academia Española (RAE) señala únicamente la rotura o interrupción brusca, pero en el ámbito empresarial está el concepto firmemente unido a la innovación. Como han indicado los expertos (Caries Ramió. Luis Aguilar y Osear Oszlak), la disrupción conviene a la Administración. Incluso, además de inevitable es imprescindible para hacer frente al progreso acelerado de nuestras sociedades.

La disrupción no está reñida con la burocracia que no es ineficaz si el contenido de las reglas es el adecuado, derivado de las leyes aprobadas en el Parlamento, y los trámites imprescindibles y necesarios no se eternizan, o juegan como un bucle que obliga a llevarlos al especialista conocedor de los corredores y despachos de los funcionarios, tan bien descritos por Benito Pérez Galdós u Honoré de Balzac.

Si las reglas son las necesarias, el funcionamiento burocrático puede ser el adecuado. Si las reglas son opacas y confusas el resultado puede ser el proceloso mar de los sargazos. Aquí es donde entra la disrupción, en la que hay que formar a los funcionarios: pensar por las razones por las que tales servicios no funcionan y pedirles propuestas para hacerlos funcionar mejor y más rápidamente.

Llevar a los grupos parlamentarios a alejarse también de los aspectos formales para ver con distancia cómo arreglar los problemas e incluso llegar a acuerdos entre grupos distintos y distantes.

Vamos a poner un par de ejemplos: la inmensa mayoría de los datos que las administraciones públicas piden a los ciudadanos son datos de las propias administraciones públicas, aunque con frecuencia residen en organizaciones políticas y administrativas diferentes. Cuando a las administraciones le interesan, por ejemplo, en el ámbito tributario, es posible obtener estos datos.

Si puedo en un caso, posiblemente podré en otros muchos. Es pues una cuestión de voluntad política ya solucionada en otras administraciones y países.

Otro ejemplo: a pesar de las dificultades, las administraciones desarrolladas han logrado colocar millones de vacunas a los ciudadanos poniendo en vigor ingentes bases de datos y logrando que, con dificultades y algunos episodios de corrupción, se suministren estas vacunas estableciendo criterios de edad, enfermedades, riesgo, profesión, etc. Antes no se había hecho y desde una apreciación tradicional de la función pública, ello hubiera sido imposible y, sin embargo, vista la necesidad inmediata en general los países han logrado avanzar en el combate de la pandemia protegiendo a sus ciudadanos.

Esa es la cuestión: el buen funcionamiento de las administraciones públicas que tradicionalmente tenía que ver con el cumplimiento de las reglas, establecidas en una miríada de leyes y reglamentos, pasa a tener como directriz esencial la necesidad ciudadana.

Algunos países han sabido llevarlos a efecto, otros no. Aunque influyen de manera determinante otros factores, como la disponibilidad de vacunas o la fortaleza del sistema de salud pública y sanitario, la capacidad logística ha debido instrumentarse mediante decisiones que han puesto por delante la salud pública frente a otros impedimentos, incluso legales, que han obligado a cambiar las reglas de funcionamiento, aunque haya sido de forma temporal durante la pandemia.

Por eso necesitamos una administración y una burocracia disruptiva que reflexione sobre las situaciones anteriores, actuales y previsiblemente futuras. Este es también el planteamiento de Naciones Unidas cuando nos propone los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que son propósitos de transformación de la realidad, para mejorarla y hacer un mundo más justo y feliz.

También en este ámbito debemos tener en cuenta el cambio climático que produce alteraciones de gran calado en la vida ciudadana, como los incendios en California o las inundaciones en Europa Central.

Aplicando normas dictadas para solucionar problemas distintos y distantes que nada tienen que ver con la realidad presente no lograremos avanzar en la construcción de administraciones públicas basadas en la innovación. La pandemia nos lo ha demostrado con harto dolor. Si utilizamos las formas de trabajar que en este libro se proponen, analizando la realidad actual y abriéndonos a la reflexión prospectiva y al pensamiento estratégico, estaremos sin duda en mejor situación para enfrentar los problemas del porvenir.

Francisco Velázquez  López
Secretario General del CLAD

 

Organizaciones públicas transformadoras e innovadoras



Definir innovación es complejo ya que puede interpretarse desde diferentes perspectivas. «La innovación en la gestión pública puede definirse como el proceso de explorar, asimilar y explotar con éxito una novedad, en las esferas institucional, organizativa y social, de forma que aporte soluciones inéditas a los problemas y permita así responder a las nuevas y tradicionales necesidades de los ciudadanos y de la sociedad» (artículo 2 de la Carta de Innovación en la gestión pública, CLAD, 2020). Aportar soluciones nuevas a nivel institucional, organizativo y en la interacción entre las administraciones y los diversos actores económicos y sociales ofrece un espectro muy variado de posibilidades.

Las administraciones públicas poseen unos ingredientes que fomentan la innovación: una presión social para incrementar y mejorar las carteras de servicios públicos, los liderazgos y cambios políticos que buscan diferenciarse para lograr apoyo político por los canales democráticos, profesionales altamente cualificados, los cambios de carácter tecnológico, unos ámbitos de trabajo multisectoriales que promueven el intercambio de experiencias, conceptos y buenas prácticas de un sector público hacia otro. Pero las administraciones públicas también poseen tensores reactivos que frenan la innovación: modelos organizativos muy fragmentados que impiden el diálogo y el trabajo colaborativo, lógicas procedimentales y normativas que reducen las potencialidades innovadoras, escasa estabilidad del pensamiento estratégico por los excesivos cambios por motivos políticos de los directivos profesionales, sistemas garantistas anticuados de gestión de recursos humanos que no logran fomentar y preservar el conocimiento y que suelen ser capturados por intereses corporativos con lógicas inmovilistas. Las administraciones públicas suelen trazar planes para fomentar la innovación que no suelen tener buenos resultados al no ser muy sostenibles en el tiempo debido a estos elementos reactivos. Otro error es vincular todos los esfuerzos innovadores exclusivamente en la tecnología. Estos planes suelen lograr, como mucho, una innovación de carácter incremental pero no una innovación profunda que permita un cambio de paradigma.  Se trata de una estrategia equivocada. Para lograr una auténtica Administración pública innovadora deberían diseñarse planes para minimizar los tensores reactivos que impiden la innovación. La estrategia correcta no es tanto fomentar la innovación sino suprimir las barreras que dificultan la creatividad y su traducción en planes concretos de mejora.

Por tanto, el enfoque adoptado consiste en dibujar unas administraciones públicas que logren absorber los avances contemporáneos más significativos a nivel tecnológico (administración digital, inteligencia artificial y robótica), conceptual (gestión del conocimiento, inteligencia colectiva y nuevas formas de organización de las administraciones) e instrumental contribuyendo a configurar unas instituciones inteligentes que operen de manera científica. Tenemos que aspirar a dotarnos de sistemas de gestión inteligentes y que operen de manera científica. Una Administración inteligente y científica no solo va a ser capaz de afrontar con más garantías los retos de la presente década (por ejemplo, los ODS) sino que también va a contribuir de manera decisiva a superar los déficits y problemas estructurales de las instituciones iberoamericanas (corrupción, clientelismo, debilidad institucional, confusión entre modelos de gestión, etc.). Los ingredientes básicos para lograr una administración innovadora inteligente son los siguientes:

  • Una Administración con un sofisticado sistema de gestión de la información: administración digital y mecanismos institucionales para la gobernanza de datos (para innovar hace falta información).
  • Una Administración que se edifique sobre los expertos: redes internas y externas de expertos (para innovar hace falta conocimiento experto).
  • Una Administración con arquitecturas organizativas que fomenten la gestión del conocimiento y la inteligencia colectiva (para innovar hace falta saber interpretar la información y generar valor conceptual).
  • Una Administración que utilice de manera intensiva la inteligencia artificial y la robótica (automatización de tareas complejas y simples que ceda espacio a la innovación).
  • Una Administración científica e inteligente con un elevado valor público requiere actualizar e innovar sus estándares de valores y ética pública (definir una infraestructura de ética pública sobre los datos, los algoritmos y los sistemas de entrenamiento de los dispositivos de inteligencia artificial).
  • Una Administración que se adelante al futuro: esfuerzos en definir escenarios de prospectiva (innovar también reside en anticiparse a los problemas).

 

Artículo disponible en El Blog esPublico.

Administración digital secuestrada: Artículo escrito por Carles Ramió


La crisis de la covid 19 ha supuesto una exigente prueba de estrés para las administraciones públicas. A día de hoy, la sensación de buena parte de la sociedad es de fracaso ante este examen: los expedientes de regulación temporal de empleo están atascados y un buen número de trabajadores están sufriendo demoras en los pagos, colas de ciudadanos desesperados ante un buen número de oficinas públicas, insolvencia para gestionar los fondos europeos, incapacidad para confeccionar equipos de rastreadores a tiempo para controlar los rebrotes víricos, etcétera. Ante esta situación, la primera hipótesis que maneja la opinión pública es que las administraciones son muy precarias a nivel tecnológico y poseen empleados públicos escasamente preparados para gestionar una Administración digital. Pero esta percepción no se corresponde con la realidad, ya que la Administración pública de España está bien dotada y preparada a nivel tecnológico: en los indicadores internacionales del año en curso España ocupa la posición decimoséptima a nivel mundial y décima de la Unión Europa. Los informes internacionales sitúan el avance y madurez de la Administración digital del país por delante de países como Alemania, Francia e Italia. Una muestra de este elevado nivel tecnológico es que nuestras administraciones transitaron de manera fluida, de un día para otro, de la gestión presencial a la gestión digital.

¿Entonces qué ha fallado? El primer indicio concreto y operativo de una Administración digital, pero secuestrada es que hemos sido capaces de implantar la Administración electrónica a nivel interno, pero con grandes carencias de interacción fluida con la ciudadanía. Hacer trámites digitales y a distancia con la Administración es excesivamente complejo: necesidad de un documento electrónico que exige trámites previos, incompatibilidad con los navegadores, plataformas que fallan en muchas ocasiones, etcétera. El resultado es un sistema poco amable que invita a los ciudadanos a insistir en la interacción presencial. Nada que ver con los sistemas sencillos de reconocimiento facial o mediante un pin para acceder, por ejemplo, a los trámites bancarios.

 

Pero el gran secuestro de nuestra Administración digital se deriva de la falta de modernización de las estructuras administrativas y de su modelo de gestión de recursos humanos. Las administraciones públicas del país son relativamente modernas a nivel tecnológico, pero absolutamente anticuadas en sus modelos de gestión. Una de las grandes asignaturas pendientes del actual periodo democrático es la ausencia de una auténtica reforma de la Administración pública. Las tecnologías emergentes aportan mejoras evidentes en la gestión, pero son solo un instrumento que si no va acompañado de otras medidas más estructurales es incapaz por sí mismo de renovar y ampliar el rendimiento institucional y el valor social de las instituciones públicas.

El modelo organizativo público es arcaico y disfuncional y vive de espaldas a las necesidades sociales contemporáneas. La mayoría de los empleados públicos están bien preparados y han realizado un ingente esfuerzo de reciclaje en digitalización, pero se enfrentan a murallas administrativas castrantes e infranqueables. Las administraciones públicas están artificialmente fragmentadas en unidades administrativas que operan con lógicas feudales sin apenas capacidad de compartir y cooperar entre ellas, siguiendo dinámicas autistas que no son las más adecuadas para enfrentarse a crisis transversales e integrales como la de la covid-19. Persiste una burocracia excesivamente compleja que ni los más experimentados burócratas son capaces de domeñar. Se gestionan los servicios y las políticas públicas sin directivos profesionales con las competencias necesarias. Los funcionarios que ejercen funciones directivas no poseen objetivos claros, ni autonomía de gestión, ni son evaluados, y no se sienten empoderados, ya que suelen ocupar puestos de libre designación totalmente controlados por una política partidista intrusiva que suele manifestarse de manera incómoda en arbitrariedad y en las más diversas filias y fobias de carácter político y personal.

Pero el más evidente secuestro de nuestra Administración digital, aparentemente moderna y competitiva, viene de la mano del arcaico y disfuncional sistema de gestión del empleo público. No hay nada que funcione bien en nuestro modelo de función pública: sistemas de selección que cuando son meritocráticos pivotan, en exclusiva, en las capacidades memorísticas de los candidatos a empleados públicos. Es imposible atraer al nuevo talento que se requiere con estos sistemas de acceso. Cada vez es más usual que los jóvenes universitarios bien preparados y dinámicos descarten de plano aspirar al empleo público. A nivel interno, el modelo de función pública es totalmente disfuncional: fragmentación artificial en grupos y cuerpos que no atiende a la nueva organización del trabajo, falta de incentivos ante la ausencia de una auténtica carrera administrativa, carencia de una evaluación del desempeño o de un régimen disciplinario digno de su nombre. Esta ausencia de un modelo ordenado y moderno es el caldo de cultivo idóneo para que las fuerzas reaccionarias dominen a su antojo a la Administración: políticos que manosean de manera caprichosa los puestos directivos, sindicatos con escasa sensibilidad de valor público que luchan por privilegios y por fruslerías, lógicas corporativas centrífugas que campan a sus anchas y, en los casos de desacuerdo, una judicatura conservadora y corporativa que vigila con mano de hierro que no pueda prosperar ninguna iniciativa regeneradora.

Por otra parte, persiste la intuición social de que hay un exceso de empleados públicos. En España hay 3,3 millones. Pero los datos comparados a nivel internacional desmienten esta sensación. El problema no es de exceso de personal, sino de la rigidez con la que éste opera. Es totalmente inconcebible que entre todas las administraciones públicas del país no hayan sido capaces de lograr aflorar en seis meses tres decenas de miles de rastreadores para controlar los rebrotes. Movilizar un escaso 1% de empleados públicos no debería ser una tarea imposible y es una viva muestra de las pésimas condiciones de estructura y de gestión de personal antes relatadas.

Por tanto, la crisis de la covid-19 y los enormes retos que tendrán que enfrentar las administraciones públicas durante la próxima década se encuentran con la paradoja de una Administración pública bastante bien dotada a nivel tecnológico, pero anoréxica en función de un moderno sistema de gestión pública. La presente década va a ser crucial para nuestras administraciones públicas, y si no superamos esta prueba con éxito experimentaremos la decadencia absoluta de las mismas justo cuando son más necesarias ante un contexto tecnológico y económico que generará nuevas y más intensas vulnerabilidades sociales.

Hace unas semanas el Gobierno de la nación anunció una reforma de la Administración pública. Sin duda estamos ante el momento más adecuado para que logremos gestionar en buenas condiciones la poscrisis sanitaria, el desarrollo de los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU, el relevo intergeneracional de una Administración muy envejecida (se van a jubilar un millón de empleados públicos en los próximos 10 años) y para introducir de forma proactiva la inteligencia artificial y la robótica en el sector público. Esperemos que esta vez el anuncio de reforma vaya en serio y no sea, como en otras ocasiones, una impostura que se limite a tunear a la Administración sin transformar los engranajes internos más críticos que impiden una Administración dinámica, flexible, con capacidad de gestión del conocimiento y de lograr emerger la enorme inteligencia colectiva que atesoran los empleados públicos.

Carles Ramió es catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universitat Pompeu Fabra.

El Estado en la encrucijada: Artículo escrito por Carles Ramió


La gran mayoría de los países del mundo llevan varias décadas debilitando de forma consciente e inconsciente sus instituciones públicas. Los mecanismos para ello comprenden un amplio espectro de estrategias. Destacamos aquí las que son más relevantes: primero, la descapitalización de las administraciones públicas mediante lógicas de neoclientelismo de carácter político y la inhibición política ante la necesidad de renovar sus arquitecturas organizativas y sus modelos de gestión de recursos humanos. El resultado es que cada vez hay menos alicientes para los expertos en distintas materias y para los buenos gestores prestar sus servicios en la Administración. El talento ya no tiene interés en trabajar en las instituciones públicas y en el caso marginal de aquellos que optan por acceder a ellas, gracias a sus elevados valores públicos, quedan arrinconados y anestesiados por una deficiente cultura política excesivamente intrusiva y por unas lógicas administrativas caóticas y caducas que adormecen al más entusiasta.

Segundo, la falta de un buen liderazgo político de las instituciones públicas que fomentan un mal o pésimo gobierno frente a la necesidad de un buen gobierno. Hay una descomunal falta de incentivos para que las personas bien formadas y con una elevada ética comunitaria accedan a la política. Hace unas décadas el límite a la calidad de los líderes políticos de las instituciones residía en los sistemas autocráticos de los partidos políticos, que priorizaba el servilismo en detrimento de la excelencia, en sus procesos de selección de élites institucionales. A pesar de todo, algunos perfiles de personas sólidas profesionalmente y con valores públicos lograban saltar esta barrera. Ahora es sencillamente imposible. Una parte de los medios de comunicación y, en especial, las redes sociales presionan de tal modo a la política con una lógica demagógica que espantan a los potenciales buenos candidatos a líderes políticos institucionales. Un buen profesional posee como gran patrimonio su prestigio social y sabe que si accede a un cargo político este prestigio se va a ir a pique con independencia que acredite una gran gestión política. Solo los que no poseen credenciales profesionales y sociales se atreven a dar el salto, ya que son los únicos que arriesgan poco.

Tercero, la política y los partidos políticos tradicionales, encorsetados por los elementos de los dos puntos anteriores, han sido incapaces de dar respuesta a los retos sociales y económicos más acuciantes. Los ciudadanos cansados de este desierto en propuestas innovadoras y en la buena gestión política, se han lanzado a los brazos de nuevos partidos y líderes de naturaleza populista. Si la política tradicional, preñada de mediocridad, iba minando las capacidades institucionales de las administraciones públicas, la política populista es totalmente tóxica a nivel institucional y las vehicula hacia su colapso.

Cuarto, los procesos de privatización de los denominados servicios universales de interés general (energía, telecomunicaciones, transportes, pensiones en muchos países, gestión del agua potable, etcétera) han sido un fracaso en buena parte de los casos. La contrapartida pública a este proceso debería haber sido una solvente regulación pública de estos servicios, ingrediente que solo se ha alcanzado a nivel formal pero no a nivel material. Quinto, el mercado cada vez está más presente en la gestión del bien común y del interés general. Ha ganado protagonismo por el espacio que han dejado las instituciones públicas cada vez más desvencijadas y han ganado impulso por las revoluciones tecnológicas que han liderado (2.0 y, a partir de ahora, 4.0 de la mano de la inteligencia artificial y la robótica). Pero el mercado, obvio, es el mercado y por más regulación que se autoexija y por más valores comunitaristas que introduzca (mercado amable) es conceptualmente incapaz de salvaguardar el bien común y el interés general. Sexto, la grave crisis económica de 2008 ha acentuado este proceso de debilidad de las instituciones públicas, de un liderazgo político tradicional impotente, de abrir las puertas al populismo y de incrementar la presencia del mercado en los asuntos netamente públicos.

El resultado de todos estos vectores ha generado una gran erosión del Estado como actor que es capaz de proveer bienestar a la ciudadanía, y su resultado más llamativo es el resurgimiento de una desigualdad social nunca vista, desde hace muchas décadas, en los países más desarrollados.

Con todos estos precarios mimbres se ha tenido que afrontar la crisis de la covid-19. No tiene que sorprender el gran fracaso mundial, salvo contadas excepciones, de los Gobiernos y de las instituciones públicas para afrontar con un mínimo de eficacia esta crisis sanitaria, económica, laboral y social. La sociedad, aletargada por la novedad de una situación distópica sobrevenida, va a despertar con una enorme rabia que puede poner en jaque tanto al Estado como a la propia democracia. Las sociedades más avanzadas no van a descartar escenarios hasta hace poco impensables: desde aceptar un Estado más autoritario para que garantice una mayor eficacia (un modelo chino suavizado), pero sin una Administración pública tan potente como la china con 2.500 años de experiencia. Otro escenario podría ser ceder, todavía más, la agenda pública a las grandes empresas que atesoran credenciales de eficacia y eficiencia en la gestión e innovación.

Dos escenarios totalmente indeseables. La única salida posible a esta encrucijada es la que proponen Acemoglu y Robinson en su último libro, El pasillo estrecho: la recuperación de la fuerza del Estado (no más Estado, sino mejor Estado, con administraciones más fluidas que atraigan el talento y recuperen algunas pocas competencias estratégicas ahora en manos privadas) y mayor calidad del liderazgo político de las instituciones, que es el reto más complejo. Y, por último, ante este empoderamiento del Estado, mayor transparencia y capacidad de control social y democrático de las instituciones. Hay que reinventar el Estado, y solo excepcionalmente ampliarlo, para que sea mejor Estado.

Llegamos al ejemplo de las universidades. En España las mejores universidades públicas avanzan atenazadas por el peso de una maraña de cadenas sujetas entre sí y por alguna sinrazón. Siendo organizaciones autónomas de la sociedad civil, reciben de los Gobiernos y, en ocasiones, de la filosofía espontánea de los ciudadanos, el trato despótico con el cual este país sigue deleitándose en el ámbito de las costumbres y la educación políticas. Las universidades no deciden sobre nada importante. O, si deciden algo, lo hacen tras un esfuerzo titánico para conseguir librarse del enredo forjado por sus pretendientes aficionados. Sueldos fijos absurdos para tratar de contratar a la excelencia académica, precios de matrícula arbitrarios y asociales, métodos de selección de estudiantes que determinan una estructura ridícula de titulaciones en paralelo, ausencia por decreto del concepto de transversalidad, sistemas de gobierno basados en la fiscalización del detalle y en la ignorancia de objetivos y resultados, financiación pública reducida y a bulto. Una universidad española es una organización increíblemente sólida en lo intrascendente y extraordinariamente frágil en lo fundamental. Vive presa en la vieja telaraña, ya abandonada por su venenosa autora, de la desconfianza y de la inconsciencia. ¿Quién empuñará la escoba para retirarla?

Jaume Casals es rector de la Universitat Pompeu Fabra y catedrático de Filosofía. Carles Ramió es catedrático de Ciencia Política y la Administración en la Universistat Pompeu Fabra.