Esta entrada y la siguiente forman parte de un capítulo que llevará por título «Cuerpos y puestos en la función pública española. Diagnóstico, propuestas y líneas rojas» incluido en un libro colectivo.
Si a lo largo de las dos últimas décadas se constata una alta coincidencia en el diagnóstico y en muchas de las propuestas sobre la función pública española, esencialmente en el modelo al que debe evolucionar el sistema actual, hay que preguntarse por los motivos de la esclerosis que afecta a casi toda ella. Una causa es la inestable alianza entre los burócratas y los políticos que lleva a no alterar el statu quo al no obtener ninguno de ellos ganancias sustanciales con la introducción de cambios. Se va a profundizar en este enfoque destacando las medidas que presentan dificultades o grandes dificultades para introducirse en el sistema de función pública español y aquellas que representan claras líneas rojas muy difíciles de superar desde los planteamientos actuales. Se enfatiza en este punto, en que es necesario un cambio profundo de perspectiva en la función pública española para incluir los cambios sobre los que parece existir un alto consenso.
Dentro del sistema actual de función pública, sin necesidad de incluir cambios profundos, se pueden introducir una serie de medidas, aunque no están exentas de dificultades o grandes dificultades. Entre las primeras encontramos la simplificación de los complementos específicos, aunque se ha llegado al estrecho abanico retributivo, incluso para puestos con responsabilidades similares, después de varias décadas de negociación sindical y de integración, en el caso autonómico, de las distintas transferencias de personal recibidas. También encontramos barreras culturales como la mayor dotación de los puestos vinculados con el presupuesto, la recaudación o la inspección tributaria o determinadas funciones como las asociadas al apoyo a la decisión política. Finalmente, el complemento específico está asociado a la posición jerárquica que se ocupa en la organización. Estas características dificultan un proceso de racionalización de los complementos específicos y, en general, de las retribuciones.
Algo similar ocurre con la simplificación de los puestos singularizados. En este caso hay que añadir la fuerte presión que ejercen los departamentos para dotarse de puestos bien retribuidos y para crear puestos de estructura cuando no fructifican los intentos de mejorar la relación de puestos de trabajo (RPT). Además, la cultura organizativa empuja a crear «puestos refugio» en prevención del cese en los puestos de libre designación o de nombramiento político ante eventuales reestructuraciones o debido a remociones por causa política, rompiéndose así las reglas generales que puedan existir en materia de ordenación de los puestos.
No resulta fácil encontrar responsables políticos que impulsen, cuando existen, la implantación y actualización de los manuales de funciones, de descriptores de competencias y de valoraciones de puestos de trabajo; menos aun alinearlos con los instrumentos de gestión (selección, provisión, promoción, …).
Es difícil dar un tratamiento homogéneo a la promoción interna horizontal y vertical atendiendo a cada Administración y a cada cuerpo. Nos encontramos con cuerpos en los que no existe la promoción interna, otros en los que se abre a un abanico de diversos cuerpos y escalas y otros que ofrecen pocas facilidades para la promoción. Los criterios de esta dispersión suelen ser vagos y a veces están relacionados con la «dureza» mayor o menor de las pruebas de conocimiento, el número de ejercicios y su tipología. Estos criterios son establecidos por los integrantes de los cuerpos superiores.
Podemos encontrar mayores dificultades conforme nos adentramos en reformas que precisan de un mayor concurso político para llevarlas a cabo. Así, tratar los problemas del empleo público en un marco de visión global del servicio público no desconectada del resto de reformas necesarias parece casi un objetivo inalcanzable. A este respecto, baste remitirse, por ejemplo, a los planes de modernización de la Administración emprendidos en España desde los años 80 del pasado siglo. A corto plazo veremos las posibilidades que ofrece el impulso externo de los nuevos fondos europeos para transformar la Administración.
Tampoco es menor la problemática jurídica que acompaña a la implantación de un modelo como el que se ha apuntado. La inseguridad jurídica en la que pueden moverse las reformas pretendidas retrae a los responsables públicos a emprenderlas. Se refuerza así el riesgo inherente a los procesos de innovación en los que, además, la ganancia en términos políticos suele ser muy reducida. En un entorno volátil como el actual es dudoso que quien comience una reforma vaya a verla acabada o, al menos, planteada en todos sus términos.
La jerarquía real existente en la burocracia se puede constatar de una manera indirecta a través de, por ejemplo, los complementos específicos en las RPT y del mantenimiento de las diferencias entre los puestos propios, no necesariamente reservados formalmente, de unos u otros cuerpos. Esta cuestión es cultural, pero también es estructural al afectar a la manera en la que se delimitan formalmente las áreas de dominio de unos cuerpos u otros en el diseño orgánico de las Administraciones. Estas áreas suelen mantenerse incluso durante los cambios importantes de las estructuras departamentales. A esto hay que añadir que la potestad jerárquica de los cuerpos superiores en el interior de la organización favorece el desarrollo de los puestos de estructura. Esto se priman al ser la manifestación de la distribución del poder burocrático en la organización y se distinguen en sus retribuciones positivamente del resto de los puestos. De aquí se puede deducir que no será fácil achatar las organizaciones y generalizar los puestos tipo, antes bien, es bastante posible que se presione para que el desempeño de los puestos de la carrera vertical se valore en la carrera horizontal, lo que puede hacer que se desvirtúe esta, especialmente en el nivel superior de la organización. En esta misma línea, es posible que no esté exento de dificultades introducir en los sistemas de carrera vertical perfiles competenciales y de la evaluación del trabajo desarrollado.
Tampoco será fácil aceptar que la introducción de un modelo de carrera profesional no suponga una mejora retributiva para los funcionarios, sino simplemente una reordenación de sus retribuciones como suele plantearse en las propuestas. Va a ser arduo admitir que la carrera horizontal afecte a todos por igual y que el ascenso en los grados no implique cambio en las responsabilidades, habida cuenta de la movilidad existente entre puestos en la actualidad, especialmente en el subgrupo A1 de la Administración General del Estado.
Los condicionamientos presupuestarios de las reformas, aunque se pretenda que sea a «coste 0», han pesado mucho a la hora de introducirlas en la función pública. Como suelen señalar los funcionarios experimentados, no se recuerda una reforma que no haya supuesto una mejora retributiva con carácter general para los empleados públicos. Esto lo saben bien los departamentos de Hacienda que no suelen encontrar el momento adecuado para incrementar el gasto de personal. Las propuestas encaminadas a establecer cupos de ascensos u otros sistemas para garantizar la sostenibilidad de las reformas no parecen muy viables en una Administración con una cultura muy igualitaria alentada por los sindicatos.
Muchas de las propuestas plantean directa o indirectamente la cuestión de la delimitación de los puestos y áreas que corresponden al personal laboral y al funcionario. Además de lo ya señalado, hay que apuntar que no sería fácil revertir los procesos de funcionarización, algunos relativamente recientes, ni revisar los puestos de estructura ocupados por el antiguo personal laboral. Uno de los ejes de la negociación sindical de las últimas décadas se ha centrado en procesos que, con el nombre de funcionarización o consolidación, empujan a que todo el personal en la Administración sea permanente, preferentemente funcionario, a tiempo completo e inamovible, introduciéndose así un alto nivel de rigidez en términos comparados. En las últimas décadas, las Administraciones han empleado una gran cantidad de energía en estos procesos que podrían haberse aprovechado para incluir elementos que las hubiesen hecho más flexibles, profesionales y productivas. También podrían haber incluido propuestas conducentes a lograr estos objetivos en las negociaciones colectivas.
Las tendencias anteriores están muy consolidadas y se extienden a la rigidez de los puestos de trabajo, en los que la descripción a veces detallada de funciones no se justifica con las competencias requeridas para su desempeño. En algunas ocasiones se busca dificultar o impedir su alteración, modificación o posible supresión. La consecuencia natural es la presión para incrementar las plantillas. Esto choca, por ejemplo, con algunas propuestas encaminadas a crear unidades y puestos volantes que puedan prestar servicios en diferentes ámbitos en función de las necesidades existentes. Las recientes llamadas durante la pandemia a la movilidad interna voluntaria en las Administraciones para cubrir áreas desbordadas por la carga de trabajo, como las de gestión de los ERTE, no han tenido éxito.
En la base de las grandes dificultades anteriores se encuentra el sistema de relaciones laborales en las Administraciones que es poco dado, en general, a la autorregulación y se produce en un marco en el que domina el logro de la «paz social» y la falta de profesionalización en la negociación. Esta suele verse como un fin en sí misma por parte de algunos responsables políticos de la función pública, lo que actúa como un incentivo claro para que no se plantee un cambio en la orientación de la negociación con el fin de que prime el interés del ciudadano y del servicio. El resultado, en muchas ocasiones, es el distanciamiento entre las condiciones laborales del ámbito público y del privado, lo que se hace más evidente en periodos de crisis como el actual.
También presenta una gran dificultad la modificación de la selección de los cuerpos de funcionarios y su orientación a las competencias y habilidades para el desempeño de los puestos en la Administración, al menos los iniciales. Esto no se debe a la inexistencia de alternativas en diversos sectores de la función pública. Así, encontramos diversos modelos de selección en las Administraciones sanitaria, universitaria, de seguridad, de emergencias o militar o en determinados puestos o categorías en el ámbito laboral. Además, hallamos un modelo dotado de estabilidad y profesionalización -aunque incompleta al faltar algunos perfiles profesionales relacionados con la selección- en la Comisión Permanente de Selección encargada de los procesos de ingreso de los cuerpos generales y de sistemas y tecnologías de la información de la AGE que no sean A1, que representan el grueso de la oferta de empleo público de esta Administración.
En el caso de la selección las resistencias vienen originadas por la departamentalización y por el peso en el reclutamiento de las subsecretarías y de los centros de adscripción de algunos cuerpos superiores. A ellas hay que añadir consideraciones de carácter social. La vieja constatación de que en el nivel burocrático no existe selección sino cooptación no queda desmentida por los estudios recientes. Estos señalan que existe sesgo geográfico en los aprobados en las pruebas selectivas de los cuerpos superiores de la AGE al predominar los nacidos o los que han estudiado en Madrid; sesgo social, al pertenecer predominantemente a las clases media y alta; sesgo familiar, al dominar los progenitores que desempeñan funciones técnicas y directivas; y sesgo administrativo, al existir lazos familiares con la Administración pública y al ocupar puestos medios o superiores en muchos casos.
Si tenemos en cuenta el punto de llegada del proceso selectivo, el sistema actual produce situaciones inequitativas en el acceso a la función pública. Esto es debido al alto coste de la preparación de la oposición, que suele incluir el pago a un preparador, y la deficiente gestión de la información de la oferta de empleo público. Estos aspectos pueden solucionarse, aunque no sin dificultad, y deberían completarse con una línea de ayudas a determinados opositores mientras se resuelven los problemas de fondo o se cambia el modelo de selección.
Los intentos de modificar el actual sistema selectivo, especialmente en la función pública superior, es probable que choquen con la tradición corporativa de autoselección y con una opinión pública que, ante la desconfianza que suscitan las instituciones políticas y sus integrantes, recelen de que la introducción de pruebas «no objetivas» sean la puerta de entrada al clientelismo político, la politización y la corrupción. Por eso no es de extrañar que algunos altos funcionarios, aun reconociendo las disfunciones de la selección actual, afirmen que su eventual modificación sería un ejercicio delicado que no debería emprenderse salvo si existen evidencias de que es para mejorarlo.
Finalmente, otra cuestión que tampoco resulta fácil de resolver es la movilidad entre Administraciones públicas. Las propuestas que algunas veces se han realizado en el sentido de llegar a convenios entre Administraciones para fomentar el intercambio de personal entre la Administración del Estado y las autonómicas en ámbitos competenciales concurrentes como comercio, hacienda, seguridad, exteriores… es muy probable que no pasen de ahí. Se necesitaría una estrategia común acordada en la Comisión de Coordinación del Empleo Público y, posteriormente, su formalización en la Conferencia Sectorial de Administración Pública.
Los diversos acuerdos alcanzados hasta la fecha en esos órganos no mueven a la esperanza para que se pueda hablar de que la movilidad llegue a ser un hecho. Lo que existen son movimientos individuales, normalmente a puestos de libre designación. Lo usual es que las RPT se encuentren bloqueadas para otras Administraciones o sectores de una misma Administración, por lo que se suelen poner impedimentos en las RPT y en la normativa. La razón de base es que la entrada externa a esos puestos priva de las posibilidades de promoción al personal que ya existe en la Administración. De nuevo juegan factores corporativos y de negociación sindical que se anteponen, por ejemplo, a la posibilidad de atraer talento contrastado de otras Administraciones y crear así un circuito de excelencia funcionarial en nuestro país.
Los avances científicos y tecnológicos siempre han producido una atracción hipnótica en la humanidad con la promesa de un mundo mejor a la vez que han generado desconfianza por sus efectos negativos en el empleo. Las últimas décadas están repletas de esos avances, algunos por concretar, pero también de importantes retrocesos sociales y democráticos. En la tecnología depositamos la esperanza de una democracia más plena, de una sociedad más justa y participativa, de una economía más equitativa, de un mundo interconectado y cooperativo, de unas instituciones públicas más abiertas y proactivas al ciudadano. Es posible que las tecnologías permitan todo esto y más, pero también hemos visto que no lo harán por sí solas.
En 2002, la Comisión Europea señaló: «La tecnología evoluciona rápidamente, la penetración en Internet puede dispararse, pero el cambio social requiere más tiempo. Necesita cambios organizativos, transformaciones del modo de pensar, modernización de la normativa, otros comportamientos de los consumidores y decisiones políticas». Traducido a los tiempos actuales significa que para que se pueda producir una digitalización extensiva de la sociedad, la economía y la Administración se requieren cambios sociales profundos que la tecnología por sí misma no puede producir, aunque pueda impulsarlos, como hemos comprobado en el pasado.
La reflexión anterior debe hacernos contrastar los deseos motivados por el deslumbramiento de lo nuevo con las fuertes resistencias que suelen preceder a los proyectos de innovación. La digitalización realmente es un proceso innovador de base tecnológica, por lo que debe seguir los pasos de todo proceso de transformación y cambio en la sociedad y en las organizaciones concretas. No se trata, por tanto, de un nuevo fenómeno social, económico o administrativo, aunque incida en ellos, sino de un tipo de innovación, en este caso de basada en la tecnología. Esto no obsta para tenga especificidades en relación con otras oleadas tecnológicas del pasado.
La celeridad y la conectividad son dos de los rasgos principales del cambio tecnológico actual; estas características casan mal con la cultura burocrática. Es posible que las instituciones públicas flexibles, abiertas y orientadas al establecimiento de redes de actores aprovechen mejor las ventajas tecnológicas que las más cerradas o que trabajan en silos. En cualquier caso, que exista celeridad en la forma en la que se producen los avances tecnológicos no significa que se trasladen con la misma velocidad a las organizaciones, incluso de aquellas más proclives a la innovación y el cambio. En realidad, observamos que las transformaciones culturales experimentadas en la mayoría de las organizaciones públicas debidas a la tecnología son escasas, aunque quizá haya que esperar un tiempo para percibirlas.
Un ejemplo de lo anterior es lo que está sucediendo durante la pandemia. Por los testimonios recogidos en muchas Administraciones iberoamericanas en los últimos meses, en todos sitios se ha producido un intenso traspaso de los procedimientos presenciales a los virtuales. Más allá de que se hayan logrado levantar las resistencias que profetizaban que esto no era posible hacerlo, incluso en un lapso mucho mayor, algunos testimonios dudan de que la digitalización acelerada vaya a perdurar en el tiempo. Incluso si así fuera, se pone en duda de que se extienda al conjunto de la organización. Se es consciente de que se precisa un amplio proceso de alfabetización digital en la sociedad y en la Administración, tanto para los empleados públicos como para los políticos. Es claro que se trata de un cambio cultural y no solo de incorporar tecnología.
Algunas voces llaman la atención sobre cómo ha emergido durante la crisis el talento desconocido en la organización en forma de especialistas en tecnologías y herramientas digitales que, sin embargo, no se desempeñaban en puestos relacionados directamente con ellas. Esto da una pista clara de lo mucho que hay que hacer en materia de gestión de conocimiento en el interior de las organizaciones públicas.
Son las barreras culturales las que pueden limitar o impedir los procesos de innovación y cambio en las organizaciones, en este caso de carácter digital. Estas barreras hacen que la Administración se adentre en el umbral de riesgo sistémico al no asumir suficientemente el cambio radical que se está produciendo en la sociedad y en la economía impulsado por las tecnologías digitales, como sí lo está haciendo el sector privado, especialmente la gran empresa. De esta manera se ha producido un desequilibrio osmótico entre la cultura interior de las organizaciones administrativas de corte burocrático, que están dominadas por el mantenimiento del statu quo, y los cambios que se producen en su entorno. El riesgo que se afronta es el de la quiebra sistémica o pérdida de parte de la función que cumple la Administración para la sociedad. Esto se produce en un contexto en el que, como sabemos, la legitimidad y la confianza en las instituciones públicas es muy baja, lo que incrementa ese riesgo. En cualquier caso, serán los gobiernos los que decidan, a partir de su propia visión, qué tareas automatizar, dónde invertir en las habilidades necesarias y cómo desarrollar una fuerza laboral flexible y satisfactoria. Esto hará que el futuro del sector público sea diferente al del sector privado y que avance a su propio ritmo. Además, hay que considerar la gran variedad de Administraciones y de divisiones dentro de ellas.
Esta dificultad para adaptarse al entorno está mermando la capacidad de la Administración de realizar sus funciones tradicionales de autoridad, de ordenación de la economía y de intermediación con la sociedad. Esta situación también está dificultando la captación y retención del talento innovador, lo que agrava el distanciamiento con la sociedad y dificulta la capacidad para descifrar debidamente la realidad y para anticiparse al futuro mediante la interpretación adecuada de las incertidumbres del entorno.
La inmersión en la cultura de la conectividad y de la aceleración de los cambios tecnológicos que vivimos los ciudadanos choca con la cultura burocrática exigiendo a los ciudadanos una dualidad relacional con el sector privado, especialmente el más avanzado tecnológicamente, y con la dominante Administración tradicional. Incluso, cuando esta incorpora soluciones digitales, no supone, en general, asumir una alteración disruptiva, ni propiciar una nueva relación y experiencia con los ciudadanos.
La nueva cultura relacional con el sector privado se basa en la usabilidad, la accesibilidad, la conveniencia, la inmediatez, la exhaustividad, la amabilidad, la proactividad y la efectividad, lo que dista de la cultura burocrática administrativa. No parece que vaya a ser fácil mantener esa dualidad durante mucho tiempo, por lo que se abre ante los ciudadanos un campo amplio de posibilidades para recurrir a otros agentes que ofrezcan algunos servicios de la Administración ante las barreras internas, aunque de momento sea en el papel de intermediación en determinados procedimientos. La pandemia ha ofrecido a las grandes compañías como Google, Microsoft y Apple la posibilidad de mostrar su gran capacidad para mantener muchas formas de actividad social y económica, lo que no ha podido hacer el Estado. El siguiente paso podría ser ofrecer sus soluciones ante determinados retos sociales debido a la falta de capacidad del ámbito público y a la escasa o nula oposición de los ciudadanos.
Los cambios culturales precisan reformas a las que la tecnología puede contribuir actuando como acelerador: diseñar una arquitectura institucional desde la lógica de los receptores de los servicios, a los que hay que satisfacer de la manera lo más personal posible; eliminar los procesos de gestión que no creen valor; crear redes que aporten recursos privados y sociales; gestionar por evidencias, lo que implica la administración de los datos, la medición del rendimiento y la evaluación. Estas medidas se deben incluir en un modelo de gobernanza innovador y con visión de futuro como base de un nuevo contrato social.
En ayuda de la introducción de los procesos de cambio aparece la inteligencia artificial. Su incorporación debe servir para favorecer las actividades de planificación, diagnóstico y evaluación y para capturar el conocimiento y la experiencia existentes en la Administración y en las redes integradas por otras organizaciones, expertos y ciudadanos, lo que puede hacer de una manera automática y no intrusiva. A la evaluación del desempeño puede contribuir el aprendizaje automático, ya que los algoritmos evalúan las actividades de los empleados y ofrecen capacitación y asesoramiento profesional.
El nuevo paradigma digital obliga a entender la Administración de una forma holística superando la visión de silos con el fin de gestionar de forma global los datos y así extraer valor de su agregación y tratamiento, garantizando a la vez la privacidad de los ciudadanos. Este enfoque ha de potenciarse con la colaboración entre países, organismos y empresas para el intercambio y la producción de datos y de nuevos servicios personalizados, proactivos, integrados y sostenibles, así como la aceptación de soluciones ya aprobadas por los reguladores de los países. Asimismo, debe facilitarse el acceso a la información estadística para potenciar la investigación.
En fin, el cambio cultural pasa por concebir a la Administración como una plataforma de interacción con numerosos agentes que comparten recursos y conocimientos en pro del bien común.
En un momento en el que parece que nuestra sensibilidad por los miles de fallecidos en esta maldita pandemia ha quedado adormecida o cauterizada por el deseo de vivir o por la inconsciencia ante la imparable realidad, ha fallecido Mariano Baena del Alcázar víctima de ella.
Es, duele expresarlo en pasado, el creador pleno de la Ciencia de la Administración en España, que entroncó los estudios sobre la Administración pública que se efectuaban en nuestro país desde el siglo XIX con los que se realizaban en Europa y en Estados Unidos desde mediados del siglo pasado. A partir de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid consiguió expandir esta disciplina tanto a los estudios de Ciencia Política y de la Administración como a los de gestión pública de nuestro país, promoviendo varias cátedras de esta disciplina y ejerciendo a la vez una significativa influencia en Iberoamérica.
A él se debe el estudio de cómo el poder ejerce la dominación en la sociedad a través de una institución específica, fragmentada y extendida, la Administración pública, y sus integrantes, políticos y burócratas, que adoptan decisiones y gestionan cuantiosos medios para lograr los fines atribuidos al Estado; además, la Administración potencia y vertebra las capacidades humanas para que el poder pueda servirse de ellas.
Mariano Baena del Alcázar nació en Granada en 1937. Cursó Derecho en la Universidad de Granada. Entre sus profesores se encontraban Luis Sánchez Agesta, Manuel Díaz de Velasco y Rafael Gibert y Sánchez de la Vega. Ingresa en el Cuerpo Técnico de Administración Civil en 1961. Compatibilizó esta dedicación, a partir del curso 1961/1962, con la plaza de profesor ayudante de Fernando Garrido Falla, su maestro, en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid. En 1963 obtuvo el doctorado en Derecho.
En enero de 1971 es deportado por el régimen de Franco a Extremadura debido a la divulgación de un estudio sobre la presencia de funcionarios en las Cortes franquistas. En febrero de 1972 tomó posesión de la cátedra de Derecho Administrativo en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Valencia, donde fue Secretario General, llamado por su compañero y amigo Manuel Broseta. En 1974 fue propuesto por José Antonio García Trevijano como director de la Escuela Nacional de Administración Local, cargo que ocupa hasta septiembre de 1977. En enero de 1979 accede a la cátedra de Derecho Administrativo en la Facultad de Derecho de Valladolid. En julio de 1980 fue nombrado Secretario General Técnico del Ministerio de la Presidencia y en 1981 presidente del Instituto Nacional de administración Pública (INAP).
En 1983, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, ocupó la primera cátedra de Ciencia de la Administración en España. Hasta su nombramiento como magistrado del Tribunal Supremo en 1991, la preocupación central de esta etapa es la elaboración del Curso de Ciencia de la Administración y la creación de esta materia científica. En los últimos años fue director del Departamento de Ciencia Política y de la Administración de la esta universidad durante ocho años.
Fue magistrado de la Sala Tercera del Tribunal Supremo hasta su jubilación en 2007, así como miembro de la Junta Electoral Central en varios mandatos. En esta etapa continúa la investigación sobre las élites que se publica en 1999, y trabaja también, además de realizar las labores jurídicas, en la puesta al día de las sucesivas ediciones de su «Curso de Ciencia de la Administración». A partir de 2002, se centra sobre todo en el ejercicio de la magistratura, si bien realiza simultáneamente estudios doctrinales, una buena parte de ellos en homenaje a compañeros maestros del derecho administrativo español y de la ciencia política. Varios de ellos han sido publicados en la que siempre consideró su casa, el INAP, que también acogió su libro homenaje.
Era miembro de honor de la AEINAPE y doctor honoris cusa por la Universidad Rey Juan Carlos.
Mariano Baena del Alcázar a lo largo de su vida y obra hace algo que solo está reservado a los elegidos: abre o indica nuevos caminos en la búsqueda de un mejor conocimiento administrativo. Detecta a tiempo la crisis ideológica de la autoridad del Estado y el agotamiento de la Administración y la necesidad de su apertura; la urgencia de dar un amplio acceso a la información y a las decisiones públicas a los ciudadanos; la obligación de definir bien los objetivos y los fines y que estos satisfagan las demandas de la sociedad; o la dificultad de fijar estándares y de seleccionar indicadores en las políticas públicas.
Su vida, en sus propias palabras, se orientó a la virtud, se rigió por la unidad y la coherencia, el continuo crecimiento moral, la reflexión interior y el servicio a los demás; por eso hay que considerarle un funcionario ejemplar.
Se nos ha ido un grande, como persona y como servidor al Estado, que es lo que siempre y por encima de todo se consideró. Ha sido, en un sentido pleno, un maestro y alguien con quien medirnos.
Descanse en paz.
Madrid, a 6 de enero de 2021