“La educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo”
Nelson Mandela
En septiembre del 2015, en un hecho inédito en la historia, los 193 países que integran la Organización de Naciones Unidas, ONU, acordaron una agenda mundial para el desarrollo, la Agenda 2030 Desarrollo Sostenible, vertebrada por 17 objetivos.
El cuarto objetivo expresa el compromiso de garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad y promover oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida para todas las personas. Además, resalta la equidad y la inclusión como principios orientadores, asumiendo que “ninguna meta educativa debe considerarse lograda a menos que se haya logrado para todos”.
La Agenda 2030 señala la educación como un factor clave para el cumplimiento de todos los Objetivos y para alcanzar el bienestar, la prosperidad y la sostenibilidad ambiental.
Sin embargo, apenas cinco años más tarde, a principios del 2020, la COVID-19 irrumpía en el mundo, generando una crisis sin precedentes en el campo de la educación, al provocar el cierre masivo de las actividades presenciales de las instituciones educativas en más de 190 países, con el fin de evitar la propagación del virus y mitigar su impacto. Con ello, alrededor de 1600 millones de niños y jóvenes -cerca del 80 % de los estudiantes en edad escolar en el mundo- dejaron de asistir a la escuela.
En consecuencia, estamos enfrentando una de las mayores amenazas para la educación global, siendo su peor consecuencia la desaparición durante meses del mayor igualador social: la escuela.
Pero la crisis educativa no nace con la pandemia. Antes de que surgiera el coronavirus, UNICEF alertaba que, alrededor de 262 millones de niños y adolescentes de todo el mundo (uno de cada cinco) no podían ir a la escuela o recibir una educación completa, a causa de la pobreza, la discriminación, el cambio climático, los desplazamientos forzosos, o la falta de docentes e infraestructura.
Y como si eso fuera poco, la COVID-19, al obligar que la educación de la niñez, adolescencia y juventud se desarrolle a distancia, evidenció otra brecha, la digital, que también impacta sobre la educación y que está llevando a los estudiantes de menores recursos económicos a una precariedad educativa extrema.
La desigualdad en el acceso a oportunidades educativas por la vía digital ha venido aumentando las brechas en materia de acceso a la información y el conocimiento, lo que dificulta aún más la socialización y la inclusión en general.
En esta perspectiva, el reto que tienen nuestros países para garantizar el derecho a la educación y hacer realidad la Agenda 2030 es gigantesco. Y no se podrá enfrentar adecuadamente sin reconocer y asumir las deudas históricas con los grupos excluidos y marginados del acceso a oportunidades de aprendizaje y a una educación de calidad, relevante y adaptada a sus condiciones, necesidades y aspiraciones.
Además, la política educativa deberá atender los efectos inmediatos y de largo plazo que tiene la pandemia y reconstruir una propuesta educativa cualitativamente distinta y superior a la anterior.
En otras palabras, se trata de aprovechar la oportunidad de la crisis para replantearnos el propósito de la educación y su papel en el sostenimiento de la vida y la dignidad humanas, para que nadie se quede atrás, para transformar los sistemas educativos nacionales en sistemas equitativos e inclusivos que contribuyan al cumplimiento del compromiso colectivo asumido en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Y esto solo podrá lograrse con un alto nivel de innovación -dado que no existe una receta única para todos los países- y con el pleno involucramiento del Estado y la sociedad.
La apuesta es mejorar sustantivamente el corazón y el cerebro de la educación, es decir, sus contenidos y metodologías, su consistencia curricular, la formación y capacitación docente, sus recursos humanos, tecnológicos y financieros, así como la ampliación del espacio educativo al mundo entero.
Es innegable que en ese esfuerzo, el gobierno tiene una responsabilidad ineludible como líder, articulador y facilitador del proceso, pero también es esencial que la sociedad se involucre y aporte, tanto los padres y la familia, que adquieren una importancia mucho mayor dentro de la comunidad educativa, como la ciudadanía y las empresas que deben participar responsable y creativamente en la construcción de soluciones.
Solo así colocaremos la educación en el lugar que le corresponde como un derecho humano fundamental reconocido y asumido por la Agenda 2030 y la convertiremos en la palanca más poderosa del desarrollo de nuestros países y del planeta.
Artículo disponible en: https://www.afanca.com/un-llamado-de-emergencia-educativa/
La crisis generada por la COVID-19 ha acelerado los procesos de digitalización en todo el mundo, poniendo de relieve las carencias y vacíos, no solo de los Estados, sino también de las empresas y las sociedades. Sin duda, estamos frente a un enorme desafío en el marco del avance indetenible de la cuarta revolución industrial y la era digital.
A lo largo de los ocho meses de restricción de la movilidad como medida necesaria para contener el virus, se han incrementado, como nunca, el teletrabajo y la digitalización, poniendo a prueba la capacidad de las redes de telecomunicaciones para cubrir situaciones extremas de híper-conectividad en todos los campos.
Esto exige a gobiernos y empresas un gran esfuerzo en los próximos años para elevar la conectividad digital a lo largo y ancho de nuestros territorios, de manera que se logren reducir las grandes brechas que actualmente existen.
En América Latina, de acuerdo a la CEPAL, tenemos 40 millones de hogares sin conectividad a internet que no pueden participar en teletrabajo o teleducación. Y unos 32 millones de menores están excluidos de la educación telemática. Sin duda, la brecha de acceso a las tecnologías digitales se está convirtiendo en un nuevo rostro de la desigualdad.
Pero la disminución de la brecha digital no es suficiente. Simultáneamente, deberán elevarse la disponibilidad de herramientas y equipos adecuados para todas las poblaciones y el impulso sostenido de capacitación digital, no solo de servidores públicos, sino también de trabajadores, empresarios y toda la comunidad educativa.
Esos esfuerzos deberán acompañarse con el apoyo a la digitalización de las empresas y la reorientación del modelo productivo hacia economías más sostenibles, que aumenten la productividad, reduzcan la desigualdad y mejoren el bienestar de la gente.
Ante esos retos de unas tecnologías que durante la pandemia han sido fundamentales en el campo de la salud, el aprendizaje y el comercio electrónico, es imprescindible que los gobiernos de nuestros países desarrollen capacidades digitales propias con el fin de contribuir al desarrollo de soluciones adecuadas, justas y sostenibles.
En este contexto, la propuesta de Afán es apostar al impulso de gobiernos digitales con estrategias y agendas digitales audaces, que aprovechen todas las oportunidades que ofrecen las nuevas tecnologías y estén orientadas a producir la transformación digital que necesitan nuestros países para caminar hacia economías dinámicas y sostenibles y sociedades del conocimiento abiertas, justas y democráticas.
Dichas agendas deberán, en consecuencia, apuntar a reformas e inversiones que aseguren al menos:
En esta perspectiva, gobierno digital no es solo un gobierno que usa computadoras y facilita algunos trámites en línea. Y la agenda digital no apunta solo a asegurar internet para todas y todos, aumentar el número de computadoras o llenar las calles de video cámaras.
Gobierno y agenda digital suponen una profunda transformación estructural y cultural en el Estado y en la sociedad, que solo se pueden lograr sobre la base de una amplia participación, tanto de las administraciones públicas como del sector empresarial, la academia y la sociedad civil.
Ese es el verdadero reto al que se enfrentan nuestros gobiernos. Y deben asumirlo sin demora. Solo con gobiernos digitales que contribuyan a la transformación digital de nuestras empresas y sociedades, nuestros países podrán dibujarse como protagonistas en la era digital y asegurar su entrada definitiva al mundo de la inteligencia y el conocimiento.
Artículo disponible en Afán.
La Covid-19, que llegó a nuestros países centroamericanos en el mes de marzo, ha generado una crisis profunda no solo en el campo de la salud, sino también económica y social que ha planteado a todos los gobiernos, sin excepción, enormes desafíos y grandes lecciones, siendo una de ellas la necesidad de elevar la relación y la comunicación permanente entre la ciencia y la política pública.
La grave situación actual, resalta la importancia de la evidencia científica y la información sólida para la toma de decisiones y el diseño de políticas públicas. Sin embargo, la gestión de la pandemia lo que está mostrando es la débil relación y las constantes fricciones que existen en nuestros países entre ciencia y política pública. El diálogo entre científicos y gobernantes, salvo algunas excepciones, no funciona en nuestros países.
El resultado es con frecuencia decisiones políticas equivocadas y políticas públicas que no resuelven los problemas, lo que tiene un impacto directo en la ciudadanía y la sociedad.
Ha hecho falta una Covid-19 para comprender que el desarrollo de la ciencia es clave y que el asesoramiento científico al gobierno es crucial. Políticos y gobernantes deben aprender a confiar en los científicos y académicos, incorporándolos a los espacios donde se toman las decisiones y éstos deben aprender a influir en la política pública, comunicando eficazmente.
Acercar el método científico a los gobiernos es clave para que conozcan las limitaciones de la ciencia, evalúen la credibilidad de las evidencias cuando tomen decisiones y no esperen respuestas a preguntas que la ciencia todavía no puede contestar.
Ahora bien, el asesoramiento científico no debe ser un diálogo exclusivo de élites políticas y científicas. Todo lo contrario, debe servir para conectar a la ciudadanía con el conocimiento científico y, especialmente, con el funcionamiento de las instituciones democráticas.
Para ello, es necesario utilizar formatos abiertos y diversos que involucren tanto a los ciudadanos como a los científicos y políticos. Asimismo, los informes científicos deben ser accesibles a cualquier persona o institución, académica o no, para que pueda consultarlos, revisarlos y complementarlos.
Este ejercicio de transparencia democratizaría el acceso al conocimiento científico, enriquecería el debate público y fortalecería la democracia.
Justamente, las sociedades del conocimiento que necesitamos construir son aquellas donde las democracias hacen uso de la ciencia en la toma de decisiones, la aceptan como un insumo importante y tienen claro que la ciencia es una palanca generadora de desarrollo, bienestar y competitividad.
El papel de la ciencia en su conexión con las políticas públicas es informar a los tomadores de decisión sobre los posibles escenarios que pudieran presentarse según las decisiones que se tomen, pero no señalar qué políticas públicas se deben implementar.
Por otra parte, la política no es, ni debe ser, exclusivamente una cuestión de datos y toma racional de decisiones. Además de que los datos tienen muchas veces un cierto grado de incertidumbre, en política los sentimientos y las emociones también son determinantes. La política no es el reino de la razón y la desapasionada toma de decisiones; al contrario, es un campo en el que se utilizan simpatías y antipatías, querencias y rechazos para mover voluntades y apoyos y generar capacidad de acción.
Los datos, los hechos y la razón no tienen por qué ser los únicos participantes en la toma de decisiones políticas, pero si se prescinde de ellos estas decisiones estarán equivocadas con seguridad.
La política pública puede y debe superar los datos pero a partir de ellos, no prescindiendo de ellos. La realidad se puede cambiar, pero desde su conocimiento. Cuando los gobernantes atacan el papel de la ciencia o manipulan y alteran los datos para justificar posiciones ideológicas o políticas, están contribuyendo a destruir una herramienta indispensable para conocer la realidad y resolver los problemas.
No se trata pues, que la ciencia sustituya a la política pública ni de lo contrario. La apuesta debe ser que la política pública fomente y apoye la ciencia y que ésta alimente y ofrezca sustento sólido a la gestión pública.
En conclusión, si queremos gestionar adecuadamente la pandemia, superar la crisis que nos ha generado y guiar nuestros países por un rumbo que fortalezca nuestras democracias y nos encamine hacia un desarrollo incluyente y sustentable, es imprescindible instalar un diálogo permanente entre política pública y ciencia, entre gobernantes, científicos y ciudadanos.
No dejemos pasar esta oportunidad y contribuyamos a ello desde nuestra condición y nuestra agenda ciudadanas.