Cuando en los próximos meses comience a adquirir efervescencia la campaña electoral, una parte del discurso político dirigirá sus cañones al tamaño y papel del Estado, señalando que la enorme presión tributaria y el crecimiento de la deuda resultaron insuficientes para financiar la expansión de la burocracia, los subsidios a las tarifas de servicios públicos y los planes sociales. Los libertarios sostendrán que la solución es eliminar o reducir todo lo posible el aparato estatal, poniendo como ejemplo a los Estados Unidos, país en el que consideran que la vigencia plena de una economía de mercado y un sector público poco intervencionista, han permitido convertirlo en potencia mundial.
Cuando se cotejan comparativamente ciertas estadísticas internacionales sobre la dimensión del Estado (relación con el PBI, tamaño de su dotación de empleados públicos), los Estados Unidos figuran, ciertamente, dentro del pelotón de países donde el sector estatal parecería tener una injerencia mínima en la economía. De modo que para un Javier Milei, gobiernos como el de Trump constituirían una opción deseable para nuestro país, por ser el Estado “el problema y no la solución”.
Sin embargo, esta visión instalada desde siempre en la opinión pública, es simplista y falsa. Otros datos dejan entrever un “lado oculto” del Estado federal, que modifica totalmente el sentido común dominante sobre su rol en la sociedad norteamericana. Desde una mirada formal y miope, el gobierno federal emplea, desde 1950, una dotación permanente de funcionarios que oscila en torno a los dos millones de personas. Pero si se considera lo que se da en llamar su “blended staff”, es decir, la mezcla de personal permanente más el que emplea indirectamente a través de subsidios y contratos, el número se eleva actualmente a unos 12 millones (seis veces más), sin contar el personal empleado por los gobiernos estaduales y municipales. Un estudio reciente estima que en los Estados Unidos, cerca de 24 millones de personas, o algo más del 15% de la fuerza de trabajo, están involucradas en servicios públicos y militares, incluyendo los niveles federal, estadual y local.
Lo que ha crecido, es “el lado oculto” de un Estado que en vez de incrementar su dotación permanente de funcionarios, y por lo tanto, el gasto en personal, ha preferido hacer crecer su presupuesto de bienes y servicios no personales, inversiones y transferencias. En parte, para enfrentar la crítica permanente de la opinión pública acerca de la expansión del big government, disimulando así su real tamaño. Y en parte, por la presión de los poderosos lobbies instalados en Washington, a los que el ex presidente Dwight Eisenhower veía como parte del que llamó, el “complejo militar-industrial”, y que hoy no sólo persiste, sino que se extendió a otros sectores gubernamentales.
Pero además de este sector público “en las sombras”, que pone en cuestión la creencia en un aparato estatal comparativamente reducido, existe en los Estados Unidos un “estado de desarrollo oculto”, como lo llamó Fred Block en 2008, que ayudó a trasladar las tecnologías del laboratorio al mercado. Contradiciendo la visión de una economía gobernada por la “mano invisible” del mercado, existiría así un Estado fuertemente intervencionista, que en la década y media transcurrida desde aquella observación, no habría hecho sino crecer.
Según esta perspectiva, el país adoptó un conjunto de políticas de innovación extremadamente sofisticado y descentralizado, que funciona para mover nuevas tecnologías del laboratorio al ámbito comercial y están distribuidas entre docenas de agencias gubernamentales, en su mayoría invisibles para el electorado. Los cuatro grandes proyectos de ley aprobados en los dos primeros años de la administración Biden (la Ley del Plan de Rescate Estadounidense, el Proyecto de Ley de Infraestructura Bipartidista, el Proyecto de Ley de Chips y Ciencia y la Ley de Reducción de la Inflación) representan la mayor expansión del papel del gobierno federal en la economía desde el New Deal. Estas iniciativas legislativas, que demandarán decenas de miles de millones de dólares en esfuerzos de innovación, se basan en elaboradas redes institucionales a nivel estadual y local, que han crecido sostenidamente durante las últimas décadas.
Como también ocurre en Israel, Irlanda, Taiwán y otros países, funcionarios de gobierno, ubicados a menudo en agencias pequeñas y desconocidas, fomentan el desarrollo brindando apoyo financiero y otras formas de asistencia a firmas nuevas o existentes. Avances tecnológicos en áreas relacionadas con el cambio climático, la nanotecnología, la ciencia de materiales, la automatización o las vacunas contra el COVID-19, no hubieran sido posibles sin esta inyección masiva de recursos a través de políticas y programas gubernamentales que apuntan a fomentar ecosistemas de innovación interactivos.
¿Cómo algo tan significativo y difuso puede permanecer en gran medida oculto? Parte de la explicación es que la descentralización contribuye a la invisibilidad. Y otra parte es ideológica, ya que la idea de un estado desarrollista es simplemente incompatible con el fundamentalismo de mercado, al dar por sentado que las innovaciones importantes dependen sólo de los laboratorios de las corporaciones y que es la inversión privada la que impulsa la economía.
No sorprende entonces que muchos, en los Estados Unidos, adopten una actitud etiquetada como “libertarismo cotidiano”, la creencia de que el ingreso sólo pertenece a quien lo ganó y que los reclamos sobre ese ingreso por parte de otros, incluidos los impuestos, son en gran medida ilegítimos. El populismo de Donald Trump se basa en la fusión del libertarismo cotidiano con el fundamentalismo de mercado, el antiintelectualismo y el temor a los inmigrantes. Entretanto, se ha montado un sistema donde los riesgos se socializan y las ganancias se privatizan, situación agravada por las estrategias de evasión fiscal desarrolladas por conglomerados empresarios fuertemente dependientes del financiamiento público, que trasladan sus sedes a países con sistemas tributarios benignos y sus ganancias a paraísos fiscales.
El papel del estado desarrollista en la innovación y el progreso económico de la economía estadounidense ha crecido enormemente en sus tres niveles de gobierno, al crear una compleja red de organizaciones coordinadoras que ayudan a las empresas emergentes, capacitan trabajadores y apoyan los desarrollos tecnológicos. Buena parte de la comunidad académica, muchos líderes de opinión y la mayoría del público no reconoce esta transformación. Cuando la ciudadanía no adquiere conciencia ni comprende estos procesos, las divisiones sociales y los conflictos pueden intensificarse. Tal vez la intensa polarización política que experimentó la sociedad estadounidense durante la última década está directamente relacionada con este desconocimiento sobre el lado oculto del Estado.
Sería bueno que esta evidencia también pueda servir para desbaratar interpretaciones deliberadamente falsas sobre el rol del Estado, que aun sostienen ciertos integrantes de nuestra clase política; y para que nuestros ciudadanos, puedan comprender la importancia de un Estado abierto, sin lados oscuros, para evaluar si los gobiernos cumplen cabalmente con los compromisos preelectorales que, por cierto, raramente respetan.
Un gobierno expresa una voluntad colectiva mayoritaria que no debería admitir ni itinerarios zigzagueantes ni la inacción resultante del empate de fuerzas contradictorias sobre el rumbo a seguir.
Desde niños hemos aprendido que los términos isotermas, isoyetas e isobaras designan aquellas líneas imaginarias que, en un mapa, permiten unir puntos de la superficie terrestre que presentan similares valores de temperatura, precipitación pluvial o presión atmosférica.
También en la ciencia política, lejos del terreno de la física y la meteorología, podemos concebir un “mapa”, construido a partir de líneas imaginarias que unan “puntos” de similar poder. Propongo llamarlas “isocracias” (del griego, igual poder). Soy consciente de que, en la antigua Grecia, este término tenía otro sentido. Se empleaba para aludir a un gobierno en el que todos los ciudadanos poseen poderes políticos equivalentes. Así denominaban los atenienses su particular forma de democracia, gobierno de los iguales (pasando por alto que esa supuesta igualdad política excluía a mujeres, esclavos y extranjeros).
El sentido diferente que pretendo darle al término “isocracia” encuentra una clara asociación con el organigrama de un gobierno, donde se representan los niveles de autoridad de las diferentes unidades que lo componen (vulgo, ravioles) y, por lo tanto, también se dibujan las relaciones de poder que, al menos formalmente, mantienen entre sí quienes están al frente de esas unidades. De esta manera, todos los ministros tienen similar nivel de autoridad y a ellos están subordinados, en orden descendente, secretarios, subsecretarios, directores, jefes de departamento y así sucesivamente. Desde esta suerte de “cartografía institucional”, las isocracias de un organigrama gubernamental podrían representarse por líneas horizontales y paralelas, coincidentes con cada nivel de autoridad.
Naturalmente, sabemos que autoridad formal no equivale a poder efectivo. Y que son numerosas las variables que explican las fuertes diferencias de poder que pueden llegar a existir entre funcionarios ubicados en un mismo nivel de autoridad. Esas variaciones pueden deberse a ciertas coyunturas críticas, como una pandemia o el riesgo de un default, en que un ministro de Salud o de economía cobra particular centralidad con respecto a sus pares. O la dependencia de un gobierno de ciertos recursos críticos, como los que puede proveer un organismo recaudador, explica que un director nacional de aduanas tenga mucho mayor poder que, por caso, un director nacional de identificación civil. También las condiciones personales de ciertos funcionarios (v.g. imagen, carisma, poder territorial, capacidad negociadora) pueden justificar su sobresaliente lugar con respecto a sus pares. Esto es casi inevitable y el peso relativo de este tipo de factores determinará que las isocracias abandonen la rigidez horizontal de los niveles jerárquicos formales.
Mucho menos frecuente es que las isocracias atraviesen los niveles jerárquicos invirtiendo las relaciones de autoridad en sentidos inesperados o, incluso, absurdos. Por ejemplo, que un subsecretario posea poder suficiente como para adoptar decisiones que contradigan las directivas u orientaciones políticas de un ministro. O que el presidente de un país se vea impedido de actuar porque quien lo secunda tiene poder de veto sobre sus decisiones.
Cualquier parecido con la situación argentina actual no es pura coincidencia. Es la descarnada descripción de las graves y profundas distorsiones que muestra la estructura “organizativa” del gobierno nacional. Cuesta concebir un vuelo en medio de fuertes turbulencias, en que el copiloto del avión intenta accionar los comandos de la aeronave en dirección opuesta a la que pretende al mismo tiempo el capitán: el inevitable zigzagueo solo presagiará desastre. O imaginar un frente de batalla en el que un teniente desoye las órdenes de atacar de un general, y decide en cambio retirar las tropas bajo su mando. Su condena puede llegar al fusilamiento.
La gestión institucional –y la gestión estatal no es una excepción– exige respetar ciertos principios; no es una ciencia improvisada ni un conjunto de prácticas ad hoc. Hace un siglo, Henri Fayol acuñó el término “unidad de mando” para referirse a uno de sus 14 principios básicos de organización. No hizo más que proponer un concepto que bien habían conocido y aplicado mucho antes los faraones o Cristóbal Colón, ya que sin unidad de mando no se hubieran construido las pirámides de Egipto ni hubieran llegado a América las naves colombinas.
Fayol proponía otros principios que tampoco parecen caracterizar a la gestión estatal argentina: jerarquía, división del trabajo, autoridad, disciplina, responsabilidad y, sobre todo, unidad de dirección. Paso por alto la rendición de cuentas, contracara de la responsabilidad; o la superposición de funciones, que si bien contradice el principio de división del trabajo, es casi inevitable en toda administración pública. Pero cuando no existe unidad de dirección, la gestión responsable desaparece.
¿Cuál es el plan de vuelo frente a una turbulencia seria? ¿Cuál, la estrategia militar en un conflicto bélico? La misma pregunta se plantea permanentemente la opinión pública frente a la ausencia de un plan de gobierno. O cuando compara esta ausencia con la experiencia de países en los que parecen existir “políticas de Estado”, algo así como orientaciones básicas que se mantienen en el tiempo incluso frente a cambios importantes en la naturaleza del régimen político.
Pero ¿puede haber un plan cuando las isocracias de la estructura estatal se distorsionan al punto de invertir la dirección de las líneas de autoridad? ¿O debemos considerar que existe, además del organigrama formal, una suerte de “organigrama invisible” que se le superpone de modo contradictorio? Creo que en esto reside, en definitiva, la explicación: al lado, o por detrás, de las isocracias que unen los puntos de igual autoridad y permitirían asegurar una aceptable “unidad de mando”, parece haber otra estructura que une puntos de “igual dirección política”, pero son fuertemente contradictorios entre sí, lo que desvirtuaría las bases sobre las cuales se construye una coalición política gobernante.
Por lo tanto, las isocracias basadas en el respeto al principio de unidad de mando, con sus inevitables desvíos internos debidos a diferencias de poder en los distintos niveles de autoridad, se ven irremediablemente interferidas por “estas otras” isocracias, que contrarían el principio de unidad de dirección y, por lo tanto, tornan imposible coincidir en un plan.
Cuando en el célebre País de las Maravillas, Alicia pregunta al gato de Cheshire qué camino tomar, su respuesta es clara: “Si no sabes adónde vas, cualquier camino te llevará allí”. Cuando la ciudadanía se manifiesta en las urnas, indica a sus agentes estatales adonde quiere ir. Un gobierno expresa, entonces, una voluntad colectiva mayoritaria que no debería admitir ni itinerarios zigzagueantes ni la inacción resultante del empate de fuerzas contradictorias sobre el rumbo a seguir. Unidad de dirección y unidad de mando son inseparables para lograr un objetivo, o poder llegar a alguna parte.
Artículo disponible en el diario La Nación.
Una nueva polémica se suscitó en la Argentina a raíz del anuncio del gobierno de estar elaborando un impuesto a las “ganancias inesperadas”. Beneficios extraordinarios, ganancias eventuales, rentas inesperadas son nombres diferentes para designar ingresos que gobiernos de muy diferentes signos y orientaciones políticas convierten en base imponible para intentar capturar, en ciertos momentos históricos, una parte de los beneficios excepcionales que obtienen contribuyentes (generalmente, empresas) debido a circunstancias azarosas o fortuitas y no como resultado del giro normal de sus negocios o actividades.
El 8 de marzo pasado, día en que el barril de crudo superó los 127 dólares, la Comisión Europea difundió un plan para que los estados miembros apliquen un impuesto único a las empresas de electricidad. Al día siguiente, una senadora demócrata de los Estados Unidos anunció estar trabajando en un impuesto sobre las “ganancias impulsadas por la guerra”. Ya Bulgaria, Rumania, Italia y España habían aplicado antes este tipo de tributos a ingresos “inesperados”. También la República Checa introdujo un impuesto sobre las ganancias extraordinarias derivadas de producir electricidad solar. Y en Gran Bretaña, en 1997, lo impuso el gobierno laborista de Tony Blair sobre las empresas de servicios públicos privatizadas. Ni siquiera la “Dama de Hierro”, Margaret Thatcher, se privó de aplicarlos a comienzos de 1980, frente a la triplicación del precio del petróleo y, de nuevo, cuando los bancos obtuvieron enormes ganancias como resultado de su política de tasas de interés altas y no -como ella misma adujo- “debido a una mayor eficiencia o un mejor servicio al cliente”.
En la Argentina se introdujo un impuesto a los beneficios extraordinarios en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial; y un impuesto a las ganancias eventuales, en 1946. Ambos tuvieron vigencia durante los dos primeros gobiernos peronistas y recién fueron derogados y sustituidos por otros gravámenes, entre 1963 y 1973. Sostendré, en esta nota, que estar a favor o en contra de estas exacciones no es una cuestión de izquierda o derecha, o de oficialismo u oposición. Además de los ejemplos ya comentados, el propio FMI, a través de Jean-Marc Natal, uno de sus funcionarios, fijó una posición clara respecto a este tipo de normas al manifestarse a favor de “impuestos temporales más altos” en tiempos de una pandemia o de una guerra para “intentar compensar a quienes más sufren”.
Artículo disponible en el diario La Nación.
Estimados colegas y amigos:
Deseo compartir con ustedes mi satisfacción por haber recibido el IPPA Transition and Developing Economies Award, que otorga la International Public Policy Association. Esta distinción reconoce «la contribución extraordinaria de un académico senior al desarrollo del campo de las políticas públicas y/o la administración pública, dentro del contexto de un país en desarrollo o en transición». La celebración de este reconocimiento tendrá lugar durante el 5° Congreso Internacional de Políticas Públicas a celebrarse en Barcelona del 5 al 9 de julio próximos.
Considero que este es, también, un reconocimiento a la madurez alcanzada por estas disciplinas en América Latina, a las que ustedes tanto contribuyen, por lo que también les extiendo mi agradecimiento por integrar mi comunidad académica de referencia.
Un abrazo.
Oscar Oszlak
Professor Oszlak holds an emeritus teaching position at the University of Buenos Aires (the Argentinian National University) and has an established record of service to the profession as well as of theoretical and empirical scholarly publications directly related to public administration and public policy, through which he has done a very significant contribution to these fields, mainly in relation to Latin America. The supporting statement for his nomination was co-signed by 14 recognized professors from various countries of Latin America, the United States and Europe. Such statement extensively presented professor Oszlak´s merits, among them the previous granting of other important awards by the American Society for Public Administration (ASPA), the Argentinian Senate and the City of Buenos Aires.
Artículo disponible en INTERNATIONAL PUBLIC POLICY ASSOCIATION.
«Me desprecias, ¿verdad Rick?», pregunta Ugarte -el personaje que encarna Peter Lorre– a Humphrey Bogart, protagonista de Casablanca. Rick responde: «Si llegara a pensar en ti, probablemente te despreciaría«. Este famoso diálogo resume el colmo de la humillación, la expresión insuperable del desdén que puede sentirse por alguien. Lo recordé en mayo del año pasado, cuando al preguntársele al inefable Guillermo Moreno, exsecretario de Comercio de Cristina Kirchner, qué opinaba de Alberto Fernández como candidato presidencial, lo tachó de «socialdemócrata». Claro que mi evocación cinéfila invertía el sentido. Supongo que a muchos, como a mí, el «insulto» les habrá sonado como un inesperado cumplido. Es como si se quisiera denigrar a alguien tildándolo de «generoso» o «justo».
Este año, Moreno insistió en la calificación cuando los diarios titularon que, según él, «el 17 de octubre va a poner en tensión al gobierno socialdemócrata de Alberto». Alguno podría señalarme que en otro momento de su comentario, el ex agregado comercial de la embajada argentina en Italia calificó a Fernández de «socialdemócrata liberal». O como «un socialdemócrata que expresa al neoliberalismo». O, como «aclaró» finalmente para que no hubiera confusión, que Fernández «tiene en lo económico una cabeza neoliberal, y en lo filosófico-teológico-cultural (sic) es un socialdemócrata».
- La socialdemocracia sigue siendo una filosofía política y social que apoya la intervención estatal en el orden socioeconómico para promover la justicia social dentro del marco de un sistema político democrático y una economía mixta.
Se trata de una extraña combinación cuyas referencias históricas o casos reales evidentes me resultan desconocidos. Si todavía confío en mi formación como politólogo, creo que la socialdemocracia sigue siendo una filosofía política y social que apoya la intervención estatal en el orden socioeconómico para promover la justicia social dentro del marco de un sistema político democrático y una economía mixta. Sus políticas apuntan a la redistribución equitativa del ingreso, la regulación de la economía y el funcionamiento de un Estado de Bienestar que procura el interés general de la sociedad.
El origen y la difusión de este modelo de organización social en los países escandinavos tendió a identificarlos colectivamente, desde la segunda posguerra, como socialdemocracias o «capitalismos renanos», en los términos de Michel Albert. Este autor lo contraponía al modelo neoamericano que encarnaron en su momento EE.UU. y el Reino Unido bajo los gobiernos de Reagan y Thatcher. Fue Carlos Menem el primer gobernante civil que pocos años después introdujo el neoliberalismo en la Argentina y, tal vez, es la asociación de Alberto Fernández con Domingo Cavallo en 2000, cuando integró su lista de legisladores en la elección a jefe de gobierno porteño, lo que llevó a Moreno a tildarlo de neoliberal.
Lo cierto es que juntar socialdemocracia con neoliberalismo equivale a mezclar aceite con agua. Y como existe mucha confusión al respecto trataré de introducir algo de luz sobre el tema. La literatura tiende a coincidir en que las corrientes políticas consideradas «de izquierda» reconocen en un extremo al comunismo y, en el otro, más cerca del centro del espectro político, a la socialdemocracia. Entre ambos se ubica la democracia social. Sin entrar en los matices, podríamos coincidir en que todas las variantes intermedias, que son muchas, pueden reconocerse como formas de socialismo.
Doctrinariamente, el comunismo propone una organización social en la que desaparecen la propiedad privada y las diferencias de clases, y en la que los medios de producción y la distribución equitativa de sus frutos son monopolizados por el Estado. Para los socialistas democráticos, capitalismo y democracia liberal son irreconciliables. Los trabajadores deben controlar los medios de producción, pero la conducción del Estado debe alcanzarse democráticamente y no, como lo sostiene el comunismo, por medios revolucionarios. En cambio, los socialdemócratas consideran innecesarios tanto la revolución violenta como el colapso del capitalismo. Privilegian la política como mecanismo para regular la economía, redistribuir el ingreso y reducir las profundas desigualdades sociales.
Es cierto que estas diferencias, muchas veces, ni siquiera son debidamente interpretadas por los propios políticos. Sin ir más lejos, Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez, que conformaron una de las fórmulas del Partido Demócrata antes de abandonar la contienda preelectoral, se confesaban orgullosos socialistas y se definían como socialistas-democráticos. Al mismo tiempo, cuando buscaban referencias en sistemas políticos afines a su posición ideológica, no dudaban en identificarse con las socialdemocracias escandinavas. Esta ambigüedad fue claramente expuesta por Daron Acemoglu, para quien lo que Estados Unidos necesita no es ni el fundamentalismo de mercado ni el socialismo democrático, sino la socialdemocracia. Es decir, una regulación eficaz para controlar el poder de mercado concentrado, una voz más decisiva de los trabajadores, mejores servicios públicos, una red de seguridad social más fuerte y una nueva política tecnológica en favor del interés de las mayorías.
Estas orientaciones son diametralmente opuestas al neoliberalismo. A pesar de su reciente declinación en Europa, la socialdemocracia ha sido el sistema que mejor ha conciliado el capitalismo con la gobernabilidad democrática. Todos los países nórdicos, que fueron su cuna, integran el «top 10» en la mayoría de los indicadores con que se evalúa el desempeño de un país. Dinamarca, por ejemplo, gobernada actualmente por una coalición liderada por la socialdemocracia, tiene un PBI próximo a los 60.000 dólares per cápita, es el 7° entre los países más ricos del mundo, el menos corrupto y el segundo en el «índice de felicidad». Y en la relación entre recaudación tributaria y PBI, prácticamente duplica la presión fiscal de la Argentina.
Con solo observar su clase política, comprenderíamos algunas de las razones del éxito socialdemócrata. Los diputados de Suecia, por ejemplo, viven sin lujos en departamentos de 40 m2 con lavandería en el sótano, sin personal de servicio, sin auto oficial ni chofer. Todos ganan el mismo sueldo -unos 6800 euros al mes- y trabajan entre 60 y 70 horas por semana. Son países con bajísima tolerancia a la corrupción política, donde la diputada Mona Sahlin, socialdemócrata, tuvo que dimitir luego de comprobarse que había adquirido un Toblerone con una tarjeta Visa oficial. Parecido a lo que ocurre en uno de los capítulos de Borgen, la popular serie danesa de Netflix.
La socialdemocracia solo puede convivir con el neoliberalismo en una mente bipolar. ¿Y en lo filosófico-teológico-cultural? La filosofía socialdemócrata puede inferirse a partir de las actitudes y realizaciones de quienes actúan en su nombre. Su teología me resulta indiscernible, porque no le encuentro mayores nexos con la divinidad. Y culturalmente, creo que solo en un contexto de confianza recíproca entre gobernantes y ciudadanos, de ausencia de grietas, de respeto a los derechos, pero también a los deberes, y de vigencia de valores de solidaridad social, una socialdemocracia puede echar raíces más o menos firmes. Ojalá llegue el día en que llamemos a alguien «socialdemócrata» y esa persona sea, casualmente, quien esté rigiendo los destinos de nuestro país.
Artículo disponible en el diario La Nación.
«¿Diría usted que su país está gobernado por unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio o que está gobernado para el bien de todo el pueblo?» Esta pregunta del Latinobarómetro, planteada cada año a los latinoamericanos durante la mayor parte del período transcurrido desde 2004, tuvo una respuesta rotunda. En promedio, el 75% de la población de la región se inclinó por la primera opción. En la Argentina, las opiniones (73%) están cerca del promedio. Pero en países como Brasil y México, que con 97% y 90% encabezan la tabla, esa opinión es casi unánime. Incluso países tradicionalmente considerados modelos de democracia, como Chile y Uruguay, que además lideran las estadísticas de control de la corrupción en la región, presentan valores del 81% y 75%, respectivamente.
Estos resultados parecerían indicar que no es lo mismo un gobierno que beneficia más a ciertos grupos poderosos que un gobierno abiertamente corrupto. La diferencia es de grado, ya que las reglas que facilitan el sesgo sistemático para la obtención privilegiada de rentas o permiten la corrupción manifiesta suponen el previo acceso al mecanismo que los hace posibles: la captura del Estado. Esta captura se manifiesta de formas variadas e implica el ejercicio de influencia desmedida sobre el proceso de elaboración e implementación de políticas públicas, por parte de una élite que promueve intereses particularistas en detrimento del interés general de la sociedad. Como resultado, se resiente la equidad distributiva y se debilitan las bases institucionales de la democracia. Y a pesar de no ser un resultado legítimo, suele presentarse como legalmente válido.
Una de sus manifestaciones es el rentismo. La politóloga Cristina Zurbriggen, que dedicó un libro a analizar este fenómeno en Uruguay, lo asocia con la concesión estatal de tratamientos cambiarios a las exportaciones, la distribución de divisas destinadas a la importación y, en general, a la vigencia de redes rentistas consolidadas y legitimadas por reglas particularistas que han dominado la cultura política del país. Una breve digresión parece confirmarlo. En 1933, nació en Montevideo un poco conocido club de fútbol. Cuenta la leyenda que cuando los jóvenes que formaron el cuadro inicial fueron exhortados por un árbitro profesional a realizar una práctica «en serio», les preguntó: «¿Alguien trabaja mañana…?». Ante el silencio general, uno murmuró: «Vivimos de rentas…». El nombre «Rentistas» fue adoptado inmediatamente para el club naciente, que actualmente revista en la primera división.
Pero el rentismo es ubicuo. Refiriéndose a México, Hernández López identifica un similar patrón de comportamiento de las élites y la perpetuación de las estructuras que han mantenido históricamente una orientación extractiva que fomenta la desigualdad e imbrica al poder económico con el poder político. Identifica, en tal sentido, a una élite empresarial dedicada a la caza de rentas, renuente a la creatividad y a la innovación, que concentra el poder económico mediante rentas de monopolio en actividades extractivas y financieras, facilitadas por sus conexiones con el poder político.
Bresser Pereira, exministro del presidente Fernando Henrique Cardoso, ha señalado que el cuasi estancamiento de la economía brasileña desde 1980 se debe en parte a la existencia de poderosos grupos de interés, a los que llama «privatizadores del patrimonio público»
Por su parte, Bresser Pereira, exministro del presidente Fernando Henrique Cardoso, ha señalado que el cuasi estancamiento de la economía brasileña desde 1980 se debe en parte a la existencia de poderosos grupos de interés, a los que llama «privatizadores del patrimonio público», que no respetan los derechos republicanos ciudadanos, obteniendo privilegios legales: tasas de interés desmedidas, beneficios cambiarios, desgravaciones o exenciones fiscales, concesiones abusivas y subsidios diversos. También incluye entre los apropiadores de renta a altos funcionarios públicos cuyas remuneraciones son mucho mayores que el valor de su trabajo y hasta a quienes capturan la naturaleza o el medio ambiente, que es un bien público por antonomasia.
La apropiación del Estado y el rentismo han sido, también, rasgos característicos de las relaciones entre economía y política en la Argentina. Ya en el siglo XIX, la burguesía exportadora local, que integraba todas las comisiones gubernamentales en las que se elaboraban las políticas fiscales, conseguía que la recaudación aduanera gravara casi exclusivamente las importaciones, y no las exportaciones, lo cual le permitió acumular la enorme renta diferencial que generaba la economía pampeana. Durante el menemismo, las evidencias de captura de los entes reguladores por parte de las empresas privatizadas que debían auditar fueron registradas hasta en trabajos financiados por el Banco Mundial.
De hecho, todos los gobiernos argentinos sufrieron situaciones de captura, gracias al activo y cómplice acompañamiento de sus responsables políticos o pese a su militante y frustrante empeño por evitarlas. Solo desde el regreso de la democracia se dispuso media docena de blanqueos de capitales, que con distintos eufemismos en su denominación, intentaron disimular su origen espurio; y en estos días, se contempla la adopción de un séptimo perdón tributario. Regímenes de promoción que implicaron importantes transferencias de recursos, terminaron generando las famosas «industrias con ruedas». El jubileo dispuesto después de 2001 a través de la pesificación de pasivos implicó de hecho una licuación de deudas bancarias y una brutal redistribución de ingresos en favor de los sectores económicos más poderosos. Los sistemas de compras, suministros y licitaciones estatales, a pesar de su digitalización, muestran enormes agujeros por donde se filtran ingentes recursos hacia sectores cartelizados.
Pero no solo los sectores económicos son beneficiarios de la captura estatal. La dilación indefinida de causas judiciales permite que fueros legales y corporaciones judiciales impidan el procesamiento de presidentes, ministros o jueces, con causas no cerradas o denuncias penales, que pueden continuar su carrera política o jubilarse, cobrando dietas o jubilaciones astronómicas. Funcionarios al servicio de agencias estatales selectas pueden percibir salarios tres o cuatro veces superiores a los recibidos por sus pares en organismos condenados a escalafones más escuálidos. O generosos «retiros voluntarios» premian los servicios de quienes, muchas veces, egresan por la puerta del Estado y regresan por la ventana amparados por otras formas de contratación.
Con diferentes matices, los latinoamericanos vivimos en democracias capturadas, donde para mantener los privilegios de unos pocos, se ha echado mano a cuanto recurso haya permitido conseguir ese resultado: campañas mediáticas manipuladas, «puerta giratoria» entre cargos públicos y privados, conversión de procedimientos extraordinarios en ordinarios, regulación del financiamiento partidario, actividades de cabildeo o lobbying, velo «técnico» de decisiones esencialmente políticas, judicialización para el retraso o bloqueo de normas fiscales, movilizaciones sociales para forzar políticas inequitativas, u otros mecanismos casi indistinguibles de auténticas prácticas corruptas, como el uso de paraísos fiscales, el soborno, los conflictos de interés y el tráfico de influencias.
La pandemia ahondó, y puso más en evidencia, las ya profundas desigualdades que caracterizan a la estructura social en América Latina. A las grietas existentes, y a las que se han abierto, habría que sumar y colocar, bajo un foco más potente, las que amparadas y disimuladas por su «legalidad», dividen a los ciudadanos entre apropiadores del Estado y damnificados por su captura.
Artículo disponible en el diario La Nación.
Los resultados de las numerosas consultorías en muchos países de este continente, desde los años setenta del siglo pasado, atestiguan que Oscar Oszlak viene señalando las dificultades de las administraciones públicas y, en su caso, denunciando comportamientos negativos de los Estados, y proponiendo soluciones razonables, desde su atalaya en la República Argentina. Aunque siempre defendió la existencia del Estado, con suficiente potencia que pueda atender las necesidades de los ciudadanos, parece estar presente en él la preocupación por, en todo caso, un Leviatán encadenado, que permita que las leyes limiten el poder del Estado del que nos habló Hobbes y más recientemente Acemoğlu y Robinson. Es un Estado en el que sus burócratas están sujetos a examen y supervisión. Es poderoso, pero coexiste con una sociedad a la que escucha y que está atenta y dispuesta a implicarse en la política y a cuestionar el poder.
Como buen polemista que es, seguramente matizaría algunas de mis afirmaciones sobre su pensamiento que, por cierto, se haya ineludiblemente ligado a los avatares del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD) donde ha sido Presidente y miembro de su Consejo Científico.
Deformidad y cortoplacismo. Oscar Oszlak que señala que las dos características esenciales de las instituciones de muchos de los países sudamericanos son la deformidad y el cortoplacismo. La deformidad cuya descripción es la actividad de los diversos gobiernos, que van a acumulando proyectos en las instituciones, y, sobre todo, camadas de funcionarios que se añaden a los anteriores, que no desaparecen con el siguiente gobierno. Los organismos no se parecen en absoluto a la idea primigenia de cuando se creó. Sin embargo, siguiendo la máxima de que es difícil hacer desaparecer una institución, probablemente más difícil que crearla, nos encontraremos transcurridos los años con un organismo que quizás haya cambiado el nombre, pero cuya sede, recursos y funcionarios son directamente herederos de los anteriores. Pero un análisis básico de sus objetivos, de sus medios personales y financieros sería generalmente negativo, porque hay una sobredimensión de estructura y medios personales en relación con los objetivos a cumplir. En fin, el organismo no tiene una forma racional o dimensionada para el cumplimiento eficaz de sus fines, sino que es el resultado de sucesivas reestructuraciones, fusiones o supresiones de departamentos.
Y la segunda es el cortoplacismo: las políticas tienen mucho que ver con la idea del presidente y su programa de gobierno correspondiente. En cuatro años, o cinco, dependiendo de los países, es necesario terminar los proyectos. Pero ocurre que algunas obras públicas, la planificación económica, la digitalización del país o tantos otros proyectos no se terminan en tan cortos periodos de tiempo. El siguiente presidente emprende muchas veces proyectos muy distintos o no termina los que comenzó su antecesor, por el mero hecho de que habían sido comenzadas por éste. Cuántas veces hemos presenciado que importantes obras públicas (aeropuertos sin terminar, puertos a medio construir, carreteras varadas e incluso ferrocarriles abandonados después de kilómetros construidos) son consumidos por la vegetación o acumulan polvo y humedad. Nos hace recordar aquello que escribió Carlos Fuentes: qué cosa misteriosa y artificial era vivir en una ciudad para un latinoamericano, qué cosa misteriosa y artificial era una ciudad en un continente devorado por la selva y la pampa.
La conclusión es que es extremadamente difícil ejecutar nada a medio o largo plazo, porque la solidez de las instituciones es escasa, inexistente o simplemente forman parte de lo que Luis F. Aguilar llama instituciones formalistas y discursivas, que completa la descripción de Acemoğlu y Robinson en su peregrinar por las instituciones inexistentes que hacen fracasar a los países.
Los trabajos de Oszlak comprenden decenas de monografías que nos enlazan con los principales temas de la administración pública: servicio civil, estructuras organizativas, dimensión del Estado, gobierno abierto, empresas públicas, gerencia social, etc.
Interesa especialmente poner de manifiesto algunas ideas de relevancia que se imponen dentro de esta producción científica de reconocimiento general y en especial en el ámbito iberoamericano, donde Don Oscar es un referente. Para el CLAD, además de su probada ayuda en más de cuarenta años de colaboración son algunos los aspectos que interesa destacar: el Estado, su dimensión y sus servidores, la lucha contra la desigualdad de las instituciones públicas y, finalmente, el apoyo a todas las políticas de fortalecimiento del Estado y la crítica a las posiciones neoliberales.
La dimensión del Estado y los servidores públicos ha sido una preocupación constante por parte de Oszlak desde sus primeros trabajos en los años setenta del pasado siglo. Mantiene la tesis de que sin una dimensión suficiente del Estado (lo que implica recursos suficientes y extensión territorial que permita su presencia en los confines de los países) no es posible el desarrollo económico y social. La desigualdad por otra parte, se auto constituye en una seña de identidad de los países, pues las políticas sociales tienen alcance escaso fuera de las grandes ciudades y sus círculos de influencia. Finalmente, si las instituciones públicas tienen escasa fortaleza, será muy difícil o imposible alcanzar los territorios o las capas sociales más necesitadas de políticas públicas redistributivas.
El fortalecimiento del Estado aparece así como una necesaria consecuencia del ethos del desarrollo económico y social, en condiciones de igualdad para todos los ciudadanos. Considera que en general la dimensión del Estado es reducida y, en consecuencia, la adopción de políticas neoliberales que minimizan el gasto público son considerables rémoras para el desarrollo económico y social. En fin, políticas expansivas de gasto público, moderadas en función de las coyunturas económicas y los recursos disponibles, parecen más apropiadas, a pesar de generar deuda pública.
Estos escasos temas destacados de la amplísima bibliografía de Oszlak, que se extiende por monografías no sólo de su país, Argentina, sino de otros muchos, así como su participación continua en los congresos del CLAD, hacen de su producción académica y de su contribución al análisis de las situaciones concretas un ejemplo para todos los que en Iberoamérica pensamos que es posible el desarrollo económico y social con reglas de convivencia democráticas pero con Estados dotados de recursos humanos y materiales suficientes.
En este libro, ustedes van a tener la oportunidad, de nuevo, de comprobar la extensión de sus conocimientos y el mensaje de aliento de continuar en la andadura de la construcción de Estados y sociedades más justas, democráticas y solidarias. Buen momento para leer este interesante libro, que nos da fuerza para continuar adelante en el momento en que pareciera que, con esta pandemia, como diría José Manuel Caballero Bonald, un dios abyecto intenta usurparnos el futuro.
Secretario General del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD)
A continuación se muestra un artículo publicado en el Diario La Nacion del Dr. Oszlak, ver aquí.