Petro y su equipo no han entendido que el verdadero poder del Estado está en sus Fuerzas Armadas.
El presidente Petro y los militares están atravesando una situación que debe preocupar a todos. El ambiente cada vez más cargado de tensiones y conflictos cruzados entre uno y otros ya es insostenible. Las molestias abiertas o soterradas que cada uno expresa del otro están llevando al país a un punto de no retorno. La movilización de soldados profesionales en las calles, en protesta por la expedición de dos actos administrativos que sacan de las fuerzas a más de 800 de ellos sin haber cumplido con el trámite del programa de reintegro a la vida civil que estaba establecido ha sido apenas una de las razones que se sumaron al cúmulo que ha desatado la más grande protesta que militares y policías retirados hayan realizado en el país.
“Nos echaron como a perros, y les dan beneficios a los criminales”, argumentaban los soldados buscando una respuesta del Gobierno, que se tardó eternidades en reversar la decisión. Es tan deficiente la conducción gubernamental de las Fuerzas Militares y de Policía que ni siquiera las declaraciones del coronel Marulanda invocando un golpe pudieron ocultarlo.
Petro y su equipo no han entendido que el poder del Estado, el verdadero, está en sus Fuerzas Armadas. Que hasta ahora ninguna democracia ha podido inventar una fórmula mejor. “Hay que armar a un grupo de ciudadanos, los mejores, los más rectos, los más justos, y dejarles a ellos que establezcan el equilibrio cuando sea menester”, dijo el electo presidente de la república Alberto Lleras cuando trazó las reglas de juego que debían regir ese otro pacto nacional que debía seguir al que se había acordado entre conservadores y liberales para llegar a la paz: el pacto entre las fuerzas políticas y las Fuerzas Armadas.
El problema está en que ese es el pacto que precisamente Petro está fracturando. Aquel que Lleras Camargo sintetizaba diciendo que se trataba de asegurar “que la política sea el arte de la controversia, y la milicia, el de la disciplina”. De manera silenciosa, el gobierno Petro está llevando la controversia a la milicia e imponiendo disciplina a la política. Al tomar decisiones que quebrantan la unidad del estamento militar, abren el espacio a los disensos y las fracturas internas que no se pueden tramitar en una organización armada si no es con política. Lo mismo que, al optar por ministros que solo sepan decir sí a todo lo que al Presidente se le ocurra, está haciendo visible el propósito presidencial de imponer la disciplina donde antes regía la política.
Ahí está la raíz del desorden, la lentitud y la ineficiencia que se observan en el Gobierno. En la política de seguridad y orden público, la gestión ministerial se desplaza entre la confusión y la parálisis. La salida de más de sesenta generales y la sucesión de órdenes equivocadas han hecho olvidar el precepto expuesto por Lleras Camargo: “La preparación militar requiere, pues, que quien da las ordenes haya aprendido a hacerlo sin vacilar y tenga, hasta donde sea posible, todo previsto, y que el que las reciba las ejecute sin dudas ni controversias”.
No puede ser que cada vez que los soldados y policías hagan un operativo contra el narcotráfico o alguna actividad ilegal terminen “retenidos” por la comunidad en el Cauca, Nariño, Meta o en el Catatumbo. Sobre todo que sea por cuenta de las guardias (campesina, indígena o cimarrona), que el gobierno promueve como un “maravilloso” mecanismo de autoprotección comunitaria. Tampoco se puede aceptar el control territorial de 22 bandas armadas ilegales en Quindío y Risaralda. Y mucho menos que la guardia indígena pretenda cobrar a los pobladores un pago por utilizar los espacios públicos de las zonas que “ellos controlan”.
Petro debe aceptar que si quiere hacer valer el poder del Estado del que es jefe, debe potenciar sus Fuerzas Armadas y de Policía. Nadie ha podido inventar una fórmula mejor. Mientras no lo haga, va a seguir teniendo un gobierno virtual que toma decisiones en un país cuyos territorios no controla y una soberanía del pueblo secuestrada por los grupos armados ilegales.
Arículo disponible en El Tiempo.
Los grupos armados ilegales ya están movilizando a las comunidades en los territorios.
No es comprensible la preocupación que despertó el discurso del presidente Petro con ocasión del Día del Trabajo. Tampoco que se haya entendido como una amenaza que se dijera: “El intento de coartar las reformas puede llevar a una revolución”. Más bien debería ser asumida como una notificación a la clase política sobre el riesgo que corre si sigue amarrada al clientelismo y la politiquería de siempre. Más aún, es la versión renovada del “cambiamos o nos cambian” con el que, hace 25 años en el discurso de posesión de Andrés Pastrana en la presidencia de Colombia, el entonces presidente del Congreso, el conservador Fabio Valencia, llamó la atención de la clase política sobre la necesidad de que hiciera reformas de verdadero fondo.
Resulta paradójico que dos políticos de orillas ideológicas tan opuestas coincidan en semejante notificación. Pero todavía más, que lo hagan con una diferencia de 25 años. La razón es simple. Desde finales de los 90, las cosas no han cambiado. Las reformas no atienden a las necesidades de los ciudadanos, sino a los intereses de los políticos y sus organizaciones partidistas.
Así, por ejemplo, cuando las reformas descentralistas transfieren más poder y más recursos de la Nación a los gobiernos locales, la política se renueva. El poder se desplaza de los parlamentarios a los gobiernos locales, que se convierten en el nuevo centro de poder electoral. Para ser congresista había que contar con el apoyo de un alcalde o gobernador. Sin embargo, gracias a las contrarreformas de los liberales César Gaviria y Ernesto Samper, la democracia local se debilita y el poder político vuelve a manos de senadores y representantes que reasumen el control e imponen los acuerdos políticos que amarran a los gobiernos.
A cambio de aprobación de los proyectos de ley, los gobiernos entregan el manejo de ministerios y entidades desde donde los congresistas ejercen el poder político y burocrático real. No importa quién llegue a la presidencia, son ellos los que controlan el aparato gubernamental. Mientras que las organizaciones armadas ilegales imponen su ley en las zonas rurales y en zonas importantes de las grandes ciudades, los ciudadanos y sus necesidades siguen cada vez más lejos de los políticos que los gobiernan.
Hoy, la situación no es distinta. Gobiernan unos políticos de izquierda que para llegar a la presidencia tuvieron que hacer acuerdos burocráticos con los tradicionales. A cambio de puestos, esperaban que les aprobaran las reformas que fueran puestas a su consideración. Pero su inexperiencia y lentitud en el trámite de los proyectos bloquearon los acuerdos y dinamitaron la coalición.
Sin el apoyo de los tradicionales, el Gobierno va a tener que negociar las reformas al menudeo. El voto de cada parlamentario cuenta. El problema está en que las reformas de las pensiones o la salud responden más al modelo ideológico que tienen sus ministros/activistas, pero no a las necesidades de la gente.
El trámite de las reformas no será fácil. Si no las aprueba el Congreso, al Presidente no le quedará otro remedio que movilizar las gentes a la calle. Pero aquí, lamentablemente, hay que darle una muy mala noticia a Petro: las organizaciones ilegales se le han adelantado. Los grupos armados ilegales ya están movilizando a las comunidades en los territorios. Tienen el dinero y las armas para hacerlo. A través de las guardias campesinas, las cimarronas y otras formas de organización social, han obligado a las autoridades a replegarse o abstenerse de atacar las economías ilegales. El modelo está demostrando su eficacia en cada vez más municipios del país.
El poder de los ilegales en los territorios no es solo en el control de los negocios, sino el de las comunidades. Controlan de verdad a la gente. Autorizan su entrada o salida de los municipios o, como en Jamundí o tantos otros, ya les otorgan autorizaciones de movilización urbana. Dentro de poco comenzarán a decidir quiénes son los médicos y los profesionales que pueden atender a los pobladores. Serán ellos los que hagan las verdaderas reformas en los territorios. Y allí no habrá nada que hacer. ¡Qué mala noticia!
Artículo disponible en eltiempo.com.
Para los funcionarios que no logran contener las fuerzas ilegales, les llegó la hora del relevo.
La negociación se mueve sobre una carretera pavimentada, vamos en un Ferrari a buena velocidad”, dijo el jefe de la delegación negociadora del gobierno Petro al comenzar los diálogos de paz con el Eln.
Cuatro meses después, el panorama es otro. El martes 29 de marzo amaneció con 9 jóvenes militares muertos y 8 heridos dejados por un ataque del Eln a una unidad de soldados del Batallón Especial Energético y Vial n.º 10, ubicada en la vereda Villanueva, en el área rural del municipio del Carmen en el Catatumbo. Unos días antes habían sido un sargento muerto y dos soldados heridos que dejaba un ataque de la misma organización en Tame, Arauca; antes, un convoy del Grupo Maza del ejército fue atacado con explosivos en la vía Cúcuta-Tibú; y el día anterior, un francotirador dejó herido de gravedad a un miembro del Grupo de Caballería Mecanizado Revéiz Pizarro en Saravena. La lista es mucho, pero mucho más larga.
Es la fotografía que revela de cuerpo entero el errático manejo que les ha venido dando el Gobierno a las Fuerzas Armadas y a la Policía en desarrollo de su proyecto de paz total, especialmente con el Eln. El primer error estuvo en creer que, para negociar la paz, bastaba con establecer mesas de diálogo en que las partes llegaran a acuerdos. Creyeron que por fuera de la mesa no se necesitaba nada más. Pasaron por alto la máxima de Vegecio que en el terreno militar dicta: “Quien desee la paz, que se prepare para la guerra”. Pensaban que, antes que fortalecer los ejércitos, había que amarrar a militares y policías, de manera que no pudieran “atentar” contra la apuesta de paz total del Presidente. Se les ocurrió la idea de arrancar decretando un “cese al fuego bilateral” con los grupos con los que iba a negociar. Sin haber preparado previamente nada, expidió una serie de decretos que dejó el diálogo en el aire.
La consecuencia no pudo ser peor. El Gobierno, lejos de garantizar que tenía los medios para mantener el control sobre el territorio y la fuerza para imponer las condiciones de negociación, terminó debilitado y expuesto a toda suerte de cuestionamientos políticos y ataques militares, que lo dejaron sin capacidad real de negociación ni margen efectivo de acción.
El otro gran error del Gobierno estuvo en creer que la negociación de la paz con el Eln iría por “carretera pavimentada”. Que se trataba de un acuerdo entre “revolucionarios”, o entre “contrapartes que no son tan adversas en su pensamiento”. Entre tanto, la guerrilla se mantuvo en sus platas: históricamente había combatido a quienes han conducido el poder de un Estado que se quieren tomar, y sí, Gustavo Petro es quien hoy se encuentra al frente de ese Estado, es él con quien se debe confrontar para ganar el poder del Estado. Y han sido consistentes. No solo porque, mientras llegan a un acuerdo sobre cese bilateral del fuego con el Gobierno, van a tratar de mostrar en el terreno una fuerza militar tal que lleve al Gobierno a negociar lo innegociable. Por eso no van a ceder un centímetro de territorio que controlan, ni de beneficios que han obtenido en el pasado. También porque, al tiempo que negocia con el Gobierno, el Eln está en combate con otras organizaciones armadas ilegales por el control territorial en grandes zonas del país.
En estas condiciones, la negociación con el Eln, lejos de ir por una carretera pavimentada, va por la maltrecha calle 13 de Bogotá y con el Ferrari destrozado por los huecos y recalentado por el trancón.
Es evidente que, para un gobierno que no es capaz de controlar el territorio, y mucho menos de contener las fuerzas ilegales que imponen a sangre y fuego sus propias reglas a las comunidades, le llegó la hora del relevo. No para los negociadores, sino para los funcionarios que, como el consejero de Paz y el ministro de Defensa, son los responsables de asegurar que las negociaciones vayan por carretera pavimentada y a la velocidad de un Twingo, que es el que está hecho para las vías y vicisitudes de negociación que se viven por estos lares.
Artículo disponible en el diario El Tiempo.
No ha sido la derecha la que tiene a Petro contra las cuerdas. Son los grupos armados ilegales.
El proyecto de paz total está haciendo agua, pero no por cualquier lado. La manera como han respondido los grupos armados ilegales a las ofertas de paz del gobierno Petro está bloqueando cualquier posibilidad de negociación. Las tomas de municipios, retenes ilegales, ataques indiscriminados a la población civil, secuestros, asesinatos y desplazamientos de poblaciones vulnerables están dejando sin piso la estrategia diseñada por el Gobierno para buscar por la vía de la negociación política a los grupos armados y del sometimiento a la justicia con las organizaciones criminales.
Los decretos que formalizaban el “cese del fuego bilateral” con los grupos armados y las bandas criminales, lejos de propiciar un ambiente de diálogo y negociación entre las partes, no solo sirvió para que los ilegales fortalecieran y consolidaran su control territorial en buena parte del país. También condujo a un debilitamiento estructural de las Fuerzas Armadas y de Policía, por la vía de imponer límites a su actuación en el cumplimiento de sus deberes constitucionales, así como de exponerlas al escarnio público y, con el argumento del cerco humanitario, permitir que se volvieran blanco de ataque de todos aquellos que, por una u otra razón, las consideraba como enemigos.
Pero ahí no está el problema. Lo verdaderamente grave de la propuesta de la paz total está en que se fundamenta en una estrategia jurídica que busca ofrecer a todo tipo de beneficios judiciales a unos actores armados que, lejos de estar dispuestos a hacer una apuesta de paz por el país, no han tenido problema en hacer daños a la infraestructura de agua potable de un municipio pobre como en Tarazá (Antioquia); minar caminos como en Tumaco; mantener comunidades confinadas y desplazadas como en Nóvita y Sipí, en el Chocó; o en Argelia (Cauca) o Nariño (Antioquia); o en continuar con el secuestro o las amenazas y muerte a los líderes sociales en distintas partes del país.
Esto es que, sin importar las afectaciones y la violencia a la que están sometiendo a las comunidades y organizaciones sociales no combatientes, el Gobierno tramita ante el Congreso un proyecto de ley de “sometimiento a la justicia”, que de entrada les está ofreciendo a los ilegales “la suspensión de la pena para los condenados por concierto para delinquir simple o agravado”, no importa si su ocurrencia implicó “graves delitos contra los derechos humanos como tráfico de personas, terrorismo o financiación del terrorismo, entre otros” (Arts. 12, 15 y 16).
Con el Art. 18 se establece la libertad condicional, incluso para quienes hayan sido condenados a 40 o 50 años por “delitos lesa humanidad, genocidio y graves violaciones de derechos humanos”. O que, como premio mayor, en el Art. 41 crea un “beneficio patrimonial” para los sometidos que entreguen voluntariamente la totalidad de los bienes cuando estos se relacionen, directa o indirectamente, con actividades ilícitas “sin exceder los diez mil salarios mínimos mensuales legales vigentes (10.000) s. m. l. m. v., es decir, algo más de 2 millones de dólares al cambio del día.
Pero, como si el “sometimiento” no fuera suficiente, también puso a consideración del Congreso el proyecto de ley de “humanización de la política criminal”, en donde hace extensivo el beneficio de suspensión de la pena a los “penados por tráfico de estupefacientes y de sustancias químicas precursoras”; o para quienes cometieron delitos de lesa humanidad, genocidio o las graves violaciones de los derechos humanos, entre otras, “podrán acceder a beneficios penitenciarios como la prisión domiciliaria, la libertad condicional o el permiso de salida del penal de hasta por 72 horas”. Y cierra con el broche de oro de “despenalizar el delito de elección ilícita de candidatos”, tan necesario ahora que vienen las elecciones.
Qué paradoja. No ha sido la derecha la que tiene a Petro contra las cuerdas. Son los grupos armados ilegales, que son los primeros y únicos beneficiarios del régimen de victimarios que sus acciones violentas están agrietando.
Arículo disponible en El Tiempo.
Con un margen de maniobra tan amplio para el cambio, el Presidente camina por el filo de la navaja.
Hace años que Colombia no tenía un presidente que llegara al poder con un proyecto político de cambio tan fuerte y legítimo como Gustavo Petro. Las facultades extraordinarias que está pidiendo con la aprobación del Plan de Desarrollo, o los proyectos de reforma de la salud, o la laboral, que comienza a tramitar en el Congreso, o los cambios en los códigos y la creación de nuevas jurisdicciones en la justicia, así como la reforma de las Fuerzas Militares y de Policía que su equipo está trabajando, son de tal magnitud que advierten de un cambio político e institucional de trascendencia.
A diferencia de sus antecesores Samper, Pastrana y Gaviria, cuyos proyectos de cambio político e institucional estaban limitados por la búsqueda de la paz con las Farc, el de Uribe que orientó todos sus esfuerzos al restablecimiento del control territorial del país, y el de Santos que logró el cierre de la negociación con las Farc, Petro tiene la agenda totalmente abierta para emprender el cambio que considere conveniente para el país. No tiene ningún límite.
Es tan amplio el margen de maniobra que tiene para desencadenar un cambio político e institucional que en la práctica a nadie le ha extrañado que comenzara propiciando un giro en el régimen presidencial que desde los inicios de la república nos ha gobernado. Me refiero al régimen que unía en el presidente al jefe de Estado y al jefe de gobierno. Desde el pasado 7 de agosto, Petro asumió como jefe de Estado y no ha ejercido sus funciones como jefe de gobierno, hasta un punto en que ha sido el propio ministro de Hacienda, José A. Ocampo, quien las ha ido asumiendo en la práctica. No solo porque está siendo quien reacciona a las declaraciones desatinadas de sus colegas, sino porque su cartera está revisando todas las reformas, tanto en temas de impacto fiscal como en la concepción misma del proyecto. Párrafo por párrafo. Su aprobación es crucial. El Presidente no se mete en las discusiones. Traza la línea y espera que sus ministros desarrollen el contenido.
El problema está en que, por la forma como se han anunciado las reformas y sus contenidos, no está claro si se trata de un proyecto de transformación estructural o de revanchismo puro y duro. Por ejemplo, no está claro si el eje de la reforma de la salud está en estructurar un nuevo sistema en que sea el Estado el que gestione el derecho a la salud y no el mercado, o si de lo que se trata es de pasar la cuenta de cobro a las EPS cuyas prácticas afectaron el funcionamiento del sistema; o si en el agro se trata de modificar la estructura de propiedad de la tierra o más bien se busca pasar factura a los terratenientes que durante años se han beneficiado de un sistema tan desigual; o si la reforma pensional busca un sistema de pensiones que sea más homogéneo, de mayor cobertura y más equitativo para los colombianos o si más bien se trata de quitarles a los grandes banqueros uno de los negocios más lucrativos del país.
Por lo visto y oído en su famoso ‘balconazo’, hasta ahora el proyecto político del cambio es revanchismo puro. No solo eso se deduce por el discurso confrontacional con el que Petro está buscando que “el pueblo” defienda sus reformas, sino porque con ministros activistas no se hacen reformas. Los activistas no están para producir ideas sino para movilizarlas. Dejar en sus manos los cambios es un riesgo muy grande.
Las pasiones no guían las grandes transformaciones, como la razón deliberativa jamás conduce al revanchismo. En política, las primeras enceguecen tanto como la segunda esclarece. Con un margen de maniobra tan amplio para el cambio, el Presidente está caminando por el filo de la navaja: si es por la razón deliberativa, puede llegar a ser el gran transformador del sistema político e institucional del país. Pero si se deja llevar por la fuerza de las pasiones puede terminar como el gran demoledor. Ojalá sepa escoger la opción por seguir.
Artículo disponible en El Tiempo.
Pese al difícil momento que viven por el bloqueo de la carretera Panamericana, las comunidades de Cauca y Nariño están tranquilas y contentas. Sintieron que el Presidente les había dado toda la importancia a los problemas de desplazamiento y desabastecimiento generados por la avalancha que taponó la carretera Pasto-Popayán. Petro no solo suspendió su viaje en Chile, sino que llegó a la región con medidas para enfrentar la situación.
En el lugar anunció la reubicación de las familias afectadas, les ofreció tierra que el Gobierno iba a comprar para que se establecieran allí; para resolver los problemas de desabastecimiento, además de la adecuación de las vías disponibles, le apostará a un puente marítimo entre Buenaventura y Tumaco. Y como solución definitiva va por la doble calzada en el tramo Popayán-Pasto, por la variante Timbío-El Estanquillo, que ya no pasa por la falla geológica que explica la avalancha.
Pero las soluciones presidenciales ya enfrentan grandes obstáculos. Por una parte, están las trabas que imponen el tiempo, los trámites legales y la falta de dinero para hacer las obras, que impiden resolver pronto el problema, especialmente el más grave: el desabastecimiento de alimentos y gasolina para la región. Los expertos dicen que los tramos solo podrán estar habilitados en dos o tres meses y solo podrán transitar vehículos livianos. La capacidad portuaria de Tumaco no permite barcos de gran calado. Y abastecerse desde el Ecuador no es opción viable, por los costos que implica comprar en una economía dolarizada. Además, solo el costo de la vía anunciada por Petro supera los 12 billones de pesos, de los cuales 3 billones irían para los 62 km de la variante.
Por otra, están los obstáculos ocasionados por las políticas y los discursos de Petro: 1) La confusión creada por las medidas para acabar los contratos de prestación de servicios, que tiene a los ministerios y entidades nacionales que deben responder por las soluciones en la zona sin el personal suficiente para cumplir con las promesas presidenciales; 2) Los decretos de cese del fuego “bilateral”, que han permitido consolidar su control territorial a los grupos armados ilegales y las organizaciones criminales que operan en la zona. A las labores de patrullaje y expedición de salvoconductos para la entrada o salida de los pueblos que realizan, aprovechando el aislamiento, ahora podrán sumar el control del orden público y la distribución de gasolina y alimentos; 3) El discurso presidencial de que las vías 4G son el vehículo de los ricos para ser más ricos ha llevado a que las comunidades indígenas de la zona crean que pueden exigir indemnizaciones, como lo están haciendo con las alternativas de variante que se están estudiando para resolver el aislamiento.
En su reflexión sobre la crisis del Estado, Bauman y Bordoni muestran cómo los gobiernos para cumplir con sus promesas requieren dos fuerzas claves para lograr su cometido: la política (es decir, capacidad para saber qué es lo que se va a hacer y dónde hacerlo) y el poder (es decir, capacidad para hacer y terminar las cosas). Cuando una y otra interactúan, los gobiernos saben qué hacer y tienen la capacidad para realizarlo. Pero cuando se separan, comienzan a tener problemas. Muestran capacidad para plantear soluciones, pero no pueden realizarlas (es la política sin poder); o tienen capacidad para hacer las cosas, pero no saben qué se debe hacer y dónde (es el poder sin política).
Es el drama del gobierno Petro: sabe qué hacer y dónde hacerlo (mucha política), pero no tienen capacidad para hacer y terminar las cosas que quieren hacer (poco poder). Por andar dedicados a anunciar grandes cambios, no utilizan, dejan debilitar o entregan a otros los mecanismos y las herramientas de poder que hacen que los ciudadanos acaten las normas, que las carreteras se construyan o los subsidios lleguen a los que necesitan. Un drama que no parece tener final feliz.
* Profesor titular, Facultad de Ingeniería, Universidad Nacional
Artículo disponible en El Tiempo.
Demasiados equívocos. Un gobierno no puede desperdiciar de esa manera su capital político. El Presidente anuncia un acuerdo de cese del fuego bilateral con cada una de las organizaciones armadas y cuando todos aplauden, el Eln dice que no había acordado nada con el Gobierno. Pareciera que ni el jefe de la negociación ni los militares estaban informados. Nada estaba listo. Lo mismo había sucedido antes con la compra de los aviones de combate; y antes, con la suspensión de las exploraciones petroleras; y antes, con una larga lista de anuncios y proclamas políticas que tuvieron que ser reversados. No eran viables o no estaban preparados.
Petro tuvo razón cuando dijo que “el primer obstáculo de un gobierno está en su propio interior: sus normativas, los procedimientos construidos y escritos a través de normas”. Allí están las fuerzas que amenazan cualquier proyecto político. A través de ellas se expiden las normas e imparten las instrucciones que terminan bloqueando los gobiernos.
Pero se equivoca en los responsables del problema. Se comprende que diga a los indígenas que las “normas hechas por terratenientes desde hace siglos y por los privilegiados del Estado a los que ha enriquecido de manera enorme” no lo dejan gobernar. Sirve para la tribuna, pero no explica lo que está sucediendo: son sus coequiperos quienes le tienen bloqueado al Gobierno. En su intención de agradar al Presidente, lo llevan a hacer anuncios y declaraciones, o lo ponen a publicar decisiones por Twitter, que luego tiene que reversar. Están más preocupados por atenderlo y aplaudirlo que por asegurar la calidad de sus decisiones y resultados.
El mejor ejemplo está en la circular emitida por el director de la Función Pública y el director (e) de la Esap, dirigida a las entidades nacionales y territoriales del Ejecutivo. El documento contiene los lineamientos del Plan Nacional de Formalización del Empleo Público, que buscan cumplir la promesa de acabar los contratos de prestación de servicios profesionales. Sin tener competencia para hacerlo, la directiva señala, ordena y regula mecanismos, procedimientos, condiciones y tiempos de vinculación y permanencia contractual con el Estado que, además de estar regulados por ley, resulta imposible hacerlos porque no hay plata prevista o tiempo disponible. Resultado: 970.000 contratistas en el aire. Alcaldes y gobernadores quedan ante una circular que interfiere su gestión y bloquea las contrataciones que tienen listas para su último año de gobierno.
La circular quedó tan mal que la propia ministra del Trabajo, Gloria Ramírez, no solo tuvo que salir a aclarar que esos “lineamientos” hacen parte de un proceso de ajuste gradual y sistemático con las entidades que ya se venía adelantando de manera coordinada con los responsables de la política de empleo público en el país. También hizo pública su extrañeza por la emisión de la circular “no solo sin atender nuestras recomendaciones y los principios legales, sino omitiendo algunas de sus funciones que debe adelantar en coordinación con el Ministerio del Trabajo”.
Si se venía trabajando coordinadamente, ¿por qué se expide la circular? ¿No se dan cuenta de que con semejante texto se paraliza la administración pública? ¿No hay en Presidencia quien ‘ataje’ o, por lo menos, ‘controle’ a estos funcionarios con iniciativa? Lo cierto es que nadie se responsabiliza por los equívocos y las explicaciones del vocero oficial no dejan claridad alguna.
Un presidente no puede exponerse al ridículo de que lo contradigan o desmientan. Su equipo le debe procesar la información para evitar que eso pase. Quisiera pensar que fue una falla de su equipo la que lo llevó a publicar su “acuerdo del cese bilateral”. Pero si fue el Presidente el que quiso forzar una situación que no era, ni iba a ser real, antes de arrancar a expedir decretos, alguien debió alertar al mandatario, porque el costo era muy alto. El capital político no se puede desperdiciar así. El enemigo está en casa.
Artículo disponible en El Tiempo.Uno de cada cuatro pesos del presupuesto (aumentado por la tributaria) se queda sin ejecutar.
No se sabe qué es peor: si asumir que cada dos años los gobiernos recurren a las reformas tributarias porque no han sido capaces de tener una política fiscal seria y rigurosa, o aceptar que semejante desgaste político, económico e institucional de cada dos años se hace aun sabiendo que parte de esa plata se queda sin ejecutar por la incompetencia de los gobiernos para hacerlo.
En los últimos 25 años se han llevado a cabo 12 reformas tributarias y, en ese periodo, el monto de los recursos realmente ejecutados (es decir, convertidos en bienes y servicios para los beneficiarios) no supera el 75 % de lo asignado cada año a los gobiernos. Esto es que uno de cada cuatro pesos del presupuesto (aumentado y corregido por la tributaria cada dos años) aprobado para los ministerios y las entidades del sector central y descentralizado se queda sin ejecutar.
Ese problema se explica, en gran parte, por las limitaciones técnicas para estructurar las inversiones; por deficiente planeación de los programas y los proyectos; por trabas burocráticas y administrativas; por negligencia en la cadena decisional; por interferencia de intereses políticos, o porque la cultura de la sospecha de corrupción ha impuesto tal cantidad de trabas y controles a la contratación que impiden que los recursos se puedan planear y ejecutar con prontitud y eficiencia.
Cualquiera sea la razón, lo cierto es que la práctica ha sido la misma: los responsables de las entidades gubernamentales se disputan a sangre y fuego cada peso de presupuesto que el Minhacienda somete al Congreso cada año para su aprobación. Pero al final del año fiscal ninguno de ellos es capaz de ejecutar la totalidad de los recursos asignados. Cuando les va muy pero muy bien, llegan al 80 % de la ejecución real. En la mayoría, los promedios están entre el 65 y el 55 % de la ejecución real, y las peores pueden tener reportes que avergonzarían al más descarado.
Pongámoslo en cifras: supongamos que al Gobierno le aprueban el Presupuesto General de la Nación tal como va. Es decir que le asignan $ 253 billones 409 mil millones para que funcione (con eso va a cubrir el pago de la nómina, los gastos de administración y las transferencias), $ 77 billones 998 mil millones para el servicio de la deuda y $ 74 billones 222 mil millones para inversión, para un gran total de $ 405 billones 629 mil millones como presupuesto general para 2023.
Al final de 2023, el Gobierno dirá que los $ 253 billones 409 mil millones se gastaron como correspondía. Que los pagos de las nóminas, los servicios profesionales y las transferencias se ejecutaron como debía ser. Igual, que honró sus compromisos financieros internacionales. Pero cuando vaya a reportar la ejecución de los $74 billones 222 mil millones de inversión (sin considerar los $ 22 billones adicionales que entran por la tributaria), vamos a encontrar que, siguiendo la tradición, el gobierno Petro solo podrá ejecutar realmente (es decir, como bienes y servicios producidos) unos $ 37 billones 111 mil millones (50 % de lo inicialmente aprobado).
Los 37 billones y pico restantes aparecerán registrados bajo formas que simulan ejecución, pero que en realidad no se han convertido en bienes y servicios a los beneficiarios. Estos faltantes se reportarán como recursos comprometidos como contratos en ejecución, convenios interadministrativos, anticipos pactados, pagos anticipados y convenios de cooperación con organismos multilaterales. Seguro muchos de esos recursos “restantes” terminarán pagando obras mal hechas, iniciativas innecesarias o favores políticos, pero más allá no sucederá nada.
Y mientras el Presidente siga ofreciendo subsidios que terminan como “gastos recurrentes” (que por no poderse acabar obligan al minhacienda de turno a pensar una nueva tributaria que financie con “ingresos recurrentes” la oferta presidencial), a los contribuyentes no nos queda otro camino que pensar cómo vamos a pagar los impuestos que tendremos que asumir por la tributaria. ¿Valdrá la pena semejante esfuerzo?.
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Los ministros deben adivinar lo que su Presidente quiere. Y Uribe está lejos de sus congresistas.
Fue una reunión entre dos desconocidos para Colombia. La sensatez, el propósito de colaboración y el tono constructivo contrastaban con la imagen combativa, desafiante y pugnaz que cada uno ha cimentado en 40 años de política. El encuentro del martes fue entre dos dirigentes sosegados y conciliadores, que buscaban llegar a acuerdos en torno al manejo de los problemas del momento. Eran Petro y Uribe, pero parecían el presidente de otro país y el jefe de la oposición a otro gobierno.
Nada que ver con los ánimos encendidos que los seguidores de uno y otro han mantenido en las últimas semanas. Los de Petro, convencidos de que están ante la octava maravilla del mundo, pasando factura y anunciando desquite por años de explotación y voracidad; los de Uribe, esperando que aparezca un redentor, que no dan un centímetro de espacio ni un minuto de espera a un gabinete de ministros que no se equivoca en ninguna de sus equivocaciones.
La nueva reunión entre el Presidente y el jefe de la oposición reveló qué tan cerca están entre ellos, pero qué tan lejos están uno de sus ministros y el otro de sus congresistas. Están cerca porque tienen muy claro que el ambiente de tensión y confrontación no les sirve al Gobierno ni a sus opositores. Pero uno (Petro) está lejos de sus ministros, porque asumió como jefe de Estado pero no de gobierno, y no ha sabido transmitir la idea del cambio que busca, ni mucho menos la trayectoria por seguir para lograrlo. A los ministros les toca adivinar lo que su Presidente quiere y cómo lo quiere. Y el otro (Uribe) está lejos de sus congresistas, porque al estar ausente (quizá por su “complejo de preso”) no ejerce como jefe de la oposición y tampoco logra hacer oposición constructiva, ni mucho menos mover alternativas a los problemas que tienen ahogado al Gobierno. Es el drama del vacío político que vive el país.
Por eso, el problema no es de los ministros ni de los seguidores. Es de los líderes que se han ensimismado en su condición de líderes supremos. Petro, intentando grandes elaboraciones que explican el origen de la riqueza o ilustran sobre los daños del desarrollo, como si se tratara de un profesor de economía política o del encargado de un seminario de ética del crecimiento en una universidad. Y Uribe, invocando las virtudes de la paciencia, la comprensión y la humildad como recursos para hacer oposición política, como si fuera el líder de una comunidad religiosa.
Lo preocupante no es la distancia de uno y otro con sus ministros y congresistas. Lo verdaderamente grave es la distancia que están teniendo con relación a los millones de ciudadanos que los siguen y que esperan de ellos las decisiones que lleven al bienestar, sin importar qué tan guerreros, desafiantes y pugnaces sean o hayan sido.
Pero uno no debe dejar en manos de los ministros la tarea de gobernar el país, ni el otro en manos de sus congresistas la labor de oponerse. Petro debe entender que, por ejercer como jefe de Estado y no de gobierno, el país se le ha comenzado a salir de las manos. Las pifias, incoherencias y afirmaciones inadmisibles de sus ministros en ámbitos tan cruciales como la seguridad, la titularidad de las tierras, el manejo energético o la reforma de la salud, además de paralizar la economía, están produciendo enfrentamientos entre los colombianos.
Petro debe asumir como jefe de sus ministros y no como su orientador programático. Y Uribe debe tomar su papel en la vida política y no esperar a que los colombianos lo tengan que llamar para que le haga saber al Presidente las preocupaciones que tienen sobre el derrotero que se debe seguir para salir de este angustioso (y belicoso) marasmo en que está sumido el país.
El día que ganó, cerró su discurso diciendo: “Me llamo Gustavo Petro. Y soy su presidente”. Entonces, que asuma. Y en su primera reunión con el electo presidente, Uribe dijo que era el jefe de la oposición, pues que ejerza. No hay lugar a más vacío político.
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l Congreso elegirá hoy al nuevo Contralor General. La disputa por los votos ha sido intensa. El martes en la noche, a instancias del partido liberal, se habían reunido 75 congresistas de todos los partidos para reafirmar su apoyo a la candidata Rangel. Sin que pasaran 24 horas, los liberales emiten un comunicado en que anuncian el voto por Carlos Rodríguez. Lo mismo ocurrió (con unas semanas de diferencia) con el Partido de la U. Una elección que se pelearía voto a voto, ya parece definida. ¿Por qué semejante forcejeo para nombrar al jefe de ese organismo de control?
La respuesta es simple. La Contraloría se ha convertido en soporte de una política corrupta. El mecanismo opera de manera sencilla: una vez el Contralor es electo, el senador o representante que lo apoyó recibe como contraprestación por su voto el cupo para nombrar un contralor delegado. No es un cargo cualquiera. Además de ganar 23’900.000 pesos mensuales, el delegado es el funcionario que cumple en concreto con la función constitucional de “vigilar la gestión fiscal de la administración y de los particulares o entidades que manejen fondos o bienes de la Nación, en un sector, entidad o dependencia determinada”. Es el encargado del control fiscal en los ámbitos específicos en que se desempeñan las empresas políticas o familiares de los congresistas en el nivel nacional, central, descentralizado, en departamentos y municipios.
Bajo la denominación de contralores delegados sectoriales, intersectoriales, generales, de gerencias nacionales, de regalías o de la sala fiscal y sancionatoria, en la Contraloría puede haber más de 80 cargos (todos ganan lo mismo) disponibles para la negociación política. En ejercicio de sus funciones, operan así: Ante una denuncia sobre el manejo de los recursos en una entidad pública (o privada que maneje recursos públicos), los delegados deciden abrir la actuación. Organizan los equipos que visitan la entidad o entidades denunciadas, realizan una auditoría o una actuación especial. Si encuentran razones fundadas para investigar una conducta (se llaman hallazgos), les da tramite. Si tiene connotaciones penales, la remite a la Fiscalía; si es fiscal, va a la delegada de responsabilidad fiscal (o a anti-corrupción, según decida el Contralor); si es disciplinaria se dirige a la Procuraduría.
¿Que va a pasar cuando uno de los congresistas que tiene control burocrático y por tanto cuotas en uno de esos ministerios, vaya a votar por un candidato a Contralor?
Ahora si, a pesar de que haya denuncias o evidencias de malos manejos, o si a juicio del delegado no hay hallazgos o si no cumple con los requisitos establecidos (que justifiquen la auditoría o actuación especial), procede a cerrar la actuación.
Nada más atractivo para un congresista que tiene como cuota una o varias entidades públicas (o privadas, que manejan dineros públicos), “tener” como cuota a quien lo vigila. Sí además de tener la entidad en la que direcciona los contratos y la burocracia como quiere, y ahora tiene el contralor delegado que vigila su gestión fiscal, entonces no sólo tiene la póliza que le garantiza impunidad a su operación criminal. También tiene en sus manos una herramienta para “apretar”, cuando sea necesario, a sus enemigos y detractores.
Es público que al partido liberal le entregaron el ministerio de vivienda, a la U el de las comunicaciones y a los conservadores el de transporte. ¿Qué va a pasar cuando uno de los congresistas que tiene control burocrático y por tanto cuotas en uno de esos ministerios, vaya a votar por un candidato a Contralor? No tendrá que declararse impedido, pues puede estar utilizando su cargo para favorecerse, o favorecer a terceros que están o van a quedar bajo el control fiscal directo de la persona que está eligiendo como jefe del organismo de control.
Como esta conducta está tipificada como un delito por el código penal, y a sabiendas de que la Ley 5ª impone a los congresistas, conviene que hoy, antes de someter a votación los nombres de los candidatos, el Presidente del Congreso invite a quienes puedan estar impedidos a que se abstengan de votar. Él sabe bien de lo que se está hablando.
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A los panitas les quedó grande la tarea de proyectar a Colombia como una potencia futbolística.
No hay mucho que explicar. La práctica eliminación de Colombia del Mundial de Catar no es otra cosa que el resultado de esa cultura del atajo en que la primacía de los derechos sobre los deberes se ha impuesto en el país.
La historia comienza con un grupo de jóvenes con todos los talentos, experiencia y condiciones posibles, que son llamados a hacer parte de un ambicioso proyecto de 10 años para convertir a Colombia en una potencia futbolística. Y el Mundial de Catar 2022 era apenas la primera estación.
Carlos Queiroz es contratado para conducir ese proceso, que arranca con los recursos necesarios. Pero después de los primeros partidos, las tensiones y los conflictos estallan. La exigencia de transformar talentosos jugadores en atletas competitivos, que era condición del éxito, se convierte en problema. Lo que el portugués no sabía era que los valores y patrones de comportamiento que rigen a los jugadores en los clubes no son los mismos de la selección Colombia.
Me explico. La conversión de un habilidoso atacante en un atleta de alta competencia implica cambios y mayores exigencias. Eso los futbolistas lo han vivido en sus clubes. Y como todos sus compañeros de todas las nacionalidades están en lo mismo, pues han tenido que aguantar en silencio semejante palazo.
Pero cuando llegan a la selección, todos son panitas. Aquí, la exigencia ya no puede ser la misma. Se aguanta en el frío europeo, pero no en el calor de Barranquilla. Aquí, la exigencia se convierte en molestia. Lo que les interesa es mostrar sus cabriolas, sus habilidades innatas. Dicen que a los panitas no se les puede pedir lo que no pueden ser. No son alemanes, ni franceses o ingleses con los que está tratando. Son los panitas a los que no se les puede exigir demasiado.
La solución estaba en sacar al técnico. Dos partidos malos, y listo. No importaba que los puntos se perdieran. Con ese técnico no querían más. La derrota 3-0 en casa, con una de las más débiles selecciones del Uruguay en las últimas décadas, y el 6-1 contra Ecuador en Quito sacaron a Queiroz. Para los panitas, seis puntos no eran nada y 9 goles en contra, menos. Para ellos, eso se recuperaba rápido. Lo que contaba era sacar al técnico. Además, con una dirigencia en la Federación tan asustadiza como enredada en un cúmulo de escándalos judiciales y negocios particulares, no había problema si se paraba la selección.
El nuevo técnico asumió la dirección de un grupo que, según los expertos, estaba fracturado y con la moral en el piso (¿de verdad?). De entrada, excluyó a la estrella diciendo que los llamados deberían estar al 500 % en la selección. Luego hubo muchas promesas y muchos anuncios de exigencia. Pero al final, pocos resultados.
La exigencia del 500 % se había vuelto en su contra. Los seis puntos perdidos y los 9 goles encajados se convirtieron en el muro que los bloquea. La necesidad de no perder se transformó en una angustia colectiva. Se olvidó que también se podía ganar. Y, como cualquier panita que se respete, las disculpas salen a flote. Sobre todo, las del técnico. Pero la cadena de errores ya no se pudo detener. Se ensayaron todas las fórmulas, se intentaron todas las alternativas, y nada.
Los panitas, que se seguían destacando en sus clubes en Europa o Suramérica, cuando llegaban a la selección se convertían en un manojo de nervios, comenzando por el técnico. La camiseta les pesaba. Ni los resultados que fecha tras fecha los mantenía clasificados ni la cara de angustia del técnico ayudaban.
Así, fieles a una cultura en la que valen los derechos pero no los deberes, a los panitas les quedó grande la tarea de proyectar a Colombia como una potencia futbolística. Nunca pudieron entender que en Barranquilla también hay que dejar de ser habilidosos futbolistas para convertirse en atletas de alta competencia, si quieren ganar. Porque no solo se están jugando su futuro, sino también con el sueño de un país: ver su bandera en la más importante de las justas deportivas, un mundial de fútbol.
Artículo disponible en El Tiempo.