Una de las consecuencias más evidentes para las administraciones públicas iberoamericanas de la crisis del covid-19, que empezó a finales de 2019 y que cinco meses después nos sigue angustiando, es la extensión de métodos de trabajo, antes conocidos, pero escasamente utilizados, como las conferencias virtuales, las videollamadas, las webinar y en especial el teletrabajo. Este último nos va a acompañar durante mucho tiempo y está llamado a constituir una seña de identidad de las administraciones públicas del siglo XXI.
El Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD) se propone consensuar próximamente una Carta Iberoamericana de Innovación en la Gestión Pública, continuando con la tradición de discusión y aprobación por parte de los 23 países miembros de Cartas Iberoamericanas, que posteriormente son presentadas a la Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno. En esta carta se hace especial hincapié en la conveniencia de extender el teletrabajo, como han hecho hasta el momento 18 países miembros del CLAD, porque puede ser una forma de gestionar las administraciones públicas con mayor eficacia.
Significa esto que ¿el futuro acabará con el trabajo presencial? El modelo futuro, basado en la innovación, debe combinar ambos tipos de trabajo: presencial y teletrabajo. El trabajo en línea o presencial de los funcionarios, será inexcusable para la alta dirección e incluso para la prestación de servicios directos , tan importantes en estos meses de la pandemia, como los servicios sanitarios, educativos, de seguridad, de mantenimiento, de defensa. Sin embargo, otros muchos no precisan de una presencia efectiva en las oficinas públicas o al menos no siempre, como demuestra el escaso trabajo que se puede desarrollar cuando los sistemas informáticos se «caen» o no hay Internet en las oficinas públicas.
Las administraciones públicas deben dotarse de los recursos tecnológicos e implantar los sistemas de capacitación necesarios para fomentar y facilitar el teletrabajo. Impulsado hasta el momento de manera tímida y lenta en forma de pruebas piloto, el teletrabajo ya forma parte del paisaje de la mayoría de las administraciones de nuestros países debido a la crisis del covid-19. Ha quedado demostrado que es eficaz, eficiente y contribuye a la sostenibilidad ambiental.
Se ha comprobado que las diversas dinámicas de trabajo virtual pueden llegar a ser más fluidas, resolutivas e innovadoras que las derivadas del trabajo presencial tradicional. También hay que tomar en consideración que con la crisis del covid-19 han aflorado, lógicamente, ante la improvisación y brusquedad en la introducción del teletrabajo, problemas y disfunciones de los que debemos aprender y, por tanto, resolver. Múltiples canales tecnológicos y colaborativos de trabajo que generan una sensación de un cierto desorden, equipos tecnológicos insuficientes que deben ser subsanados de manera personal por los empleados públicos, viviendas particulares no pensadas para convivir con las exigencias del trabajo profesional, e incluso horarios excesivos y caóticos. Pero no parece excesivamente complejo solventar estos problemas y beneficiarnos de la eficacia, eficiencia y de las virtudes colaborativas de una organización del trabajo mucho más abierta que, además, facilita la conciliación entre la vida laboral y personal de los empleados públicos.
Una de las ventajas de la crisis del coronavirus es que hemos implantado esta nueva dinámica laboral «de manera abrupta y sin ningún tipo de lubricante. Y estamos descubriendo que, en términos generales, funciona y muy bien» (Ramió 2020).
La gran dificultad para la implantación del teletrabajo no ha sido la tecnología o la seguridad de las conexiones remotas, sino justamente la implementación de algún modelo que permita la evaluación del desempeño de las personas empleadas con base en objetivos, bien «sean de producción, resultado o impacto, y con base en competencias profesionales como la innovación, la cooperación, el trabajo en equipo» (Herrera, 2020).
Trabajar fuera de casa es una conquista social y un igualador colectivo, porque con frecuencia facilita el ascenso social por el progreso profesional. Con el confinamiento, el teletrabajo puede amplificar hasta el estruendo desigualdades sociales y de género.
Esta nueva dinámica de prestación de servicios mediante el teletrabajo genera problemas nuevos. Especialmente, la ciberseguridad. Hay una gran cantidad de documentos confidenciales, datos personales e información administrativa que circula. «Nos han mandado a casa sin establecer protocolos ni políticas, sin protegernos ni proteger» (Gemma Galdón, 2020).
El teletrabajo es ya una realidad en las administraciones públicas. Los Estados deben invertir en los sistemas que hagan posible que el servicio a los ciudadanos mejore y que la distancia se convierta en cercanía en el tiempo y en eficacia en la resolución de los asuntos.
Artículo disponible en el diario El Nacional
La tensión entre la comunicación ejercida por los políticos y la eficacia de las políticas públicas es una constante de nuestra sociedad. Se comunica continuamente, aunque no se informe con la necesaria profundidad, pero con asiduidad tan intensa, que esta función se ha convertido en la actividad fundamental de nuestros líderes políticos. De esta pandemia debemos aprender también que las instituciones deben desarrollarse más y generar mayor confianza de los ciudadanos porque, como indica Stiglitz (2020): “Mi esperanza es que hayamos aprendido la lección y las consecuencias de tener un sector público insuficientemente financiado”.
William Randolph Hearst demostró en Estados Unidos que crear opinión pública favorable puede ser más relevante que tener ejércitos o armadas, como ocurrió en la guerra hispano-norteamericana o en sucesivas intervenciones en México. En la actual crisis del coronavirus, los aspectos de la comunicación, de gran importancia desde principios del siglo XX , contribuyen a un mejor conocimiento de la realidad social para los ciudadanos , las empresas y las instituciones.
Sin los medios de comunicación las democracias no existen y el requisito de una prensa libre es universalmente reconocido como uno de los factores esenciales de la convivencia ciudadana. Un gran número de constituciones así lo reconocen y al menos formalmente, hasta los regímenes más autoritarios se ocupan de la comunicación hacia los ciudadanos.
Este inmenso poder sobre las conciencias ha generado una influencia muy relevante para determinados medios de comunicación, pero tiene también otro correlato menos estudiado y no por ello menos relevante: el político es cada vez más un agente público cuya actividad fundamental consiste precisamente en comunicar.
Repasemos la jornada habitual de un político de cualquiera de los países democráticos del mundo : entrevistas en medios de comunicación, reuniones seguidas de ruedas de prensa, inauguraciones con asistencia de periodistas, intervenciones parlamentarias públicas que se reflejan en los medios… En esto consiste su actividad habitual y así debe ser, pues resulta el medio más eficaz de relación con la ciudadanía, además de su intervención en las redes sociales cada día más presentes, como nos demuestra el actual presidente norteamericano.
La insuficiente preparación técnica de nuestros políticos, que la crisis del coronavirus pone sobre la mesa, explica en buena medida que cuando de asuntos serios se trata, el ciudadano busca la opinión del experto más que la del líder político, aunque su ideología sea coincidente con él.
La necesidad urgente de comunicar genera frecuentemente errores y ansiedad en los lideres. Se interviene en ruedas de prensa sin decir nada especialmente sustancioso, se ocupan espacios de televisión sin contenido relevante, se dilatan discursos que pudieran expresar las mismas ideas en mucho menos tiempo. En suma, se transforma el medio en el fin: el mayor conocimiento del líder por parte de la población se convierte en el objetivo, de mucha mayor relevancia que la aplicación eficaz de la política pública encomendada.
Salir en las fotos y en televisión se ha convertido en el leitmotiv esencial de la actividad política. Ingenuamente, buena parte de los ciudadanos sigue pensando que los gobiernos deben administrar eficazmente los bienes públicos y no preocuparse tanto de aparecer en los medios de comunicación.
Esta situación parece ser el caldo de cultivo también de la propagación de las noticias falsas, ahora llamadas fake news y más entre nosotros, bulos. Estas falsedades han existido siempre en épocas convulsas a lo largo de la historia, como en la república romana o la revolución portuguesa donde se les denominada boatos, pero en todo caso la diferencia fundamental radica en el fulminante poder de propagación (Pina Polo, 2020).
En muchos lugares de nuestro planeta, como consecuencia de esta pandemia, las autoridades han extremado los sistemas de control, confinamiento y vigilancia, sin duda necesarios pero, atención, esta situación extraordinaria, que dura ya demasiado para la paciencia e inmediatez del ciudadano del siglo XXI, no debe inclinarnos a construir un régimen de vigilancia, que la tecnología permite, sino, a esforzarnos en que no sea demasiado tarde para reconstruir la confianza de la gente en la ciencia, las autoridades públicas y los medios de comunicación (Harari, 2020).
Artículo disponible en el diario El Nacional